Conocer, padecer, hacer...

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Josefa solía quejarse de la plaga que le había caído. Atestiguaba que llamar cuarentiñas a esas hormigas era casi un eufemismo, pues la reacción sobrepasa los 40 minutos. Su hijo había comprado el insecticida, mas por falta de espacio en la agenda del fumigador, la tarea se había demorado y la plaga extendido.

Una noche Josefa se sentía mal y el hijo durmió en su casa. Realmente se acostó, dormir no pudo. Al otro día, él mismo se puso una mochila de fumigación y exparció el veneno. No es que antes no quisiera ayudar, es que la vida enseña que conocer el problema no es lo mismo que padecerlo.

Hay una distancia abismal entre saber que existe, por ejemplo, pobreza, discriminación, violencia... y experimentarlos en carne propia. Pues, como advierte el sociólogo Pierre Bourdieu: “Al aproximarse a estos fenómenos a través de datos se corre el riesgo de cosificar el dolor ajeno, reduciéndolo a variables desconectadas de la subjetividad”. Entre conocer y padecer se encierra una verdad incómoda y profunda, que tiene que ver con la empatía, la justicia y la acción social.

Esta idea toma cuerpo en muchos ámbitos. Justo por ese camino van los desvaríos en medidas públicas. Funcionarios, jefes... pueden estudiar estadísticas, leer informes y escuchar testimonios; pero si nunca han experimentado las problemáticas que analizan, corren el riesgo de tomar decisiones que parecen buenas en el papel, pero desconectadas de la realidad, alejadas de las verdaderas necesidades de la gente. Tal vez por esa idea marxista de pensar como se vive.

Alguien que nunca ha dependido del transporte público quizás no entienda lo frustrante que es esperar un ómnibus que nunca llega. Alguien con solvencia económica tal vez no sepa lo que significa para un jubilado vivir con mil 500 pesos y tener que elegir entre comprar comida o medicamentos (y a la vuelta ni para solo una opción alcanza) o lo que es vivir con un salario mínimo y sin apoyo “exterior”, porque no todos tenemos emigrantes en la familia. Quienes tienen fuentes de energía externa al SEN puede que no conozcan la desesperación al no poder cocinar.

Esa falta de experiencia directa logra generar sensación de abandono. Dicho de esta manera, pudiera parecer que solo sufriendo los problemas es posible actuar; pero no es así. La empatía y la humildad son herramientas poderosas para acercarnos a experiencias ajenas. Tanto, que también ocurre lo opuesto: personas que padecieron y luego, como por arte de magia, olvidan.

La situación está muy ligada a la ejemplaridad, y muestras de ello tenemos. El Che, llevando sus responsabilidades de Ministro de Industrias, en 1963 se enroló en la zafra, a bordo de uno de los primeros equipos a prueba, estableciendo su centro de operaciones en la finca La Norma, del central Patria. Lo vimos en trabajos voluntarios y en disímiles tareas, siempre con esa manía comunista de no aceptar regalos ni para sus hijos, de vivir como vive el pueblo.

En “El socialismo y el hombre en Cuba” él expresa sobre el dirigente “Su iniciativa carecería de valor si no es capaz de sentir los latidos de lo que lo rodea (…) debe ir eliminando su propia despersonalización, única forma de que en las horas difíciles esté junto al pueblo, no como un jefe, sino como un compañero más de lucha”.

Entendiénsose la despersonalización como el proceso de trascendendencia del rol formal para fundirse con las aspiraciones colectivas, porque la verdadera dirección revolucionaria es ética, no jerárquica. Desde una posición periodística diríamos como Ryszard Kapuściński: “Para entender, hay que participar”.

Tenemos, y digo así porque no renuncio a su presencia, a un Fidel Castro compartiendo el sudor y la comida en bandeja, tanto con campesinos nuestros como con guerrilleros en la selva nicaragüense en la década de 1980, como muestra de apoyo a los sandinistas. Un Fidel mojado con la lluvia, enfangado en el surco, con la camisa abierta frente al huracán. Un Fidel querido, seguido, admirado.

Por suerte, en la actualidad están las muestras de liderazgo de Eduardo Rodríguez Dávila, Ministro de Transporte, con su asertiva comunicación, su carácter de persona común y su presencia en el taller, la línea férrea, la calle…

Las épocas cambian. Las aspiraciones también. Y al igual que hablamos de las responsabilidades, debemos estar claros de que quien dirige debe de tener cierto confort, pues ello influye en su estado de ánimo, rendimiento, capacidad para discernir... Justo por las renuncias a tanto que implica ser líder en el socialismo muchas veces falta motivación para asumir cargos, que no siempre son ocupados por el más capaz, sino por quien estuvo dispuesto a asumir.

Se ha enraizado la idea de que todo jefe es corrupto, por cuestionamientos reales o no. Seríamos muy injustos si midiéramos a todos con la misma vara y echáramos por tierra a quienes se sacrifican e intentan empujar y sacar adelante una empresa, entidad, un sector, el país; aunque estemos claros: ese sacrificio es inherente al liderazgo en el socialismo; y ese confort tiene límites.

Nos contagiamos con el virus de la diferenciación de clases y entre diseñar acciones antídotos (a través de toma de decisiones en puestos claves) o buscar alternativas que permitan sobrevivir teniéndolo (trabajar en una mipyme, ser TCP, etc.) resulta más fácil la segunda.

Lo más valioso que tenemos es el tiempo y no todos están dispuestos a destinar el suyo a los demás, a priorizar lo colectivo sobre lo individual.

Conocer el problema es el primer paso. La verdadera comprensión nace del encuentro, sensibilidad, de ir más allá de la noción superficial, acompañar y actuar junto a quienes viven las dificultades día a día; de no esperar por otro que haga lo que nos toca y acabar de echarnos la mochila al hombro para fumigar las plagas que tenemos, sobre todo, a nivel mental como sociedad.


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