Mi Maestro Ramón Oduardo
- Por Calixto González Betancourt
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Cuando recapitulo sobre mi vida, nunca faltan en mis pensamientos el recuerdo de muchas maestras, maestros y profesores que sembraron algo en mí, especialmente en las enseñanzas primaria y secundaria. Aunque hayan sido gotas de saber o de modestas lecciones, que me ayudaron a entender mejor el mundo y transitar en mi existencia.
Pero entre tantos de mis educadores, hay a uno que marcó mi vida de alumno y pienso que también la de varios condiscípulos.
Mi maestra amable y gentil, de segundo grado, cuyo nombre borró mi memoria, no pudo seguir impartiendo sus clases en la escuelita de Potrerillo, entonces un barrio rural de Gibara, en 1960.
Luego de varios días libres, de un transporte descendió un señor de más de 40 años de edad, negro, con un semblante muy serio, paso firme y botas gruesas, que hicieron temblar la endeble y pequeña escalera de madera, que enlazaba el polvoriento camino al portal de la escuela.
El recién llegado nos miró uno a uno, saludó y dijo: Yo soy su nuevo maestro, gibareño y me llamo Ramón Oduardo. Entre asustados y sorprendidos, la mayoría de los guajiritos no atinamos a contestar el saludo. La diferencia era muy notable entre la linda y delicada maestra que no volvió más y aquel señor.
Cuando nos sentamos en los pupitres, el pesado ambiente comenzó a cambiar. El nuevo maestro con hablar paternal preguntó el nombre a todos, nos hizo un cuento y expresó: “Hoy no vamos a dar clases; aunque ustedes no me han invitado, visitaremos, juntos, sus hogares, para conocer las familias de cada uno de ustedes.
Las clases fueron diferentes. A las teorías y textos, en la mayoría de los casos, el maestro lo vinculaba con la práctica y la realidad de una iniciada Revolución triunfante, pero el curso de segundo grado pronto se acabó, también la escuelita dejó de existir, pues los contrarrevolucionarios la quemaron.
En medio de unas vacaciones prolongadas, debido a la epopeya de la alfabetización, Oduardo nos visitó: “No hay escuela, pero las clases no faltarán”, exclamó. En enero de 1962 comenzó el nuevo curso, provisionalmente en el Circulo Social, mientras se construía un centro escolar. Ya estábamos en tercer grado.
El maestro observaba nuestros juegos en el recreo (receso) o antes de comenzar la jornada docente y por lo que veía nos daba un rol individual: eres veloz y formaras el equipo de atletismo de 50 metros, recitarás en los actos patrióticos, integrarás un coro…
Nos contaba la historia de los héroes como mujeres y hombres de carne y hueso, que no eran perfectos. Conversaba largamente con sus alumnos sobre educación cívica. El día antes de unas vacaciones por las navidades, se apareció con un cargamento de cajas de dulces finos, para cada uno de sus discípulos.
Había atraso escolar, según las edades, en aquella aula de tercero, pero no por culpa de los alumnos y Oduardo se propuso y se lo permitieron, hacer un plan de adelanto, para situar a cada cual donde debía estar. Por ejemplo, los que cumplirían 12 años debían promoverse a sexto grado.
Nos impartió mucha geografía, historia, matemáticas, en doble sesión de lunes a viernes, ayudado en muchas ocasiones por la maestra María, de Santa Lucía. Comprensible, pertinaz y exigente, el maestro gibareño, logró su obra docente; muy pocos no pudieron responder a su plan de adelanto.
No habíamos terminado los exámenes, cuando una prima y yo, enfermamos. El maestro nos visitó y abrazó como hace un padre con sus hijos: “Nos se preocupen, yo a ustedes los estoy examinando hace tiempo y ya están en sexto grado”, dijo. Es decir, saltamos de tercero a sexto, en un curso intenso y de calidad, gracias a la iniciativa y esfuerzo de aquel pedagogo.
Nunca he olvidado que me profetizó, mientras yo, con 11 años de edad, sacaba unas cuentas: “Eres bueno en las matemáticas, pero serás escribidor”. “¿Y qué es eso maestro?”, le pregunté. “Escribirás mucho, puede ser periodista, profesor o escritor”.
Cuando evoco a mi maestro Ramón Oduardo, hace años fallecido, recuerdo el pensamiento del apóstol José Martí: “educar es depositar en cada hombre toda la obra humana que le ha antecedido…” y en la sentencia de Luz y Caballero: “instruir puede cualquiera; educar solo quien sea un evangelio vivo”.
Comentarios
muchas felicidades.
un abrazo
Monsy