A pesar de la piedra
- Por Reynaldo Zaldívar
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7:00 a.m. Santa Lucía, Rafael Freyre. Más de cien personas se reúnen frente al Banco de Crédito y Comercio, "El Banco Viejo", como se conoce aquí. Hoy es un día tranquilo. Esperan la hora de apertura para hacer gestiones monetarias, en su mayoría ancianos que procurarán cobrar su pensión. He pedido el último. Voy detrás de un hombre de baja estatura y pulóver de rayas. Estoy marcándole a mi madre, que viene desde "La Caridad", un pueblito de campo ubicado a 15 kilómetros de distancia. Hace dos meses le pagan "en tarjeta" y, como el único cajero automático que existe en todo el municipio no tiene dinero, ha de venir a este banco a extraer su salario. Claro, mi madre no es la única. Todos los obreros de la región acudirán a este sitio alguno que otro día del mes. Entenderán por qué digo que hoy es un día tranquilo. Como valor añadido, hoy el sol despierta como un beso de Dios.
7:50 a.m. El carro en el que viene mi madre tuvo un percance técnico y llegará un rato más tarde. Continúo en la cola. La directora del banco sale a dar instrucciones: "Se repartirán los turnos de la siguiente manera: tres para los jubilados y uno para los demás, así sucesivamente". Es decir, hay dos colas, pero algunos no lo sabían y se forma la discusión. Una señora le grita a otra que ella llegó primero. La otra responde que sí, pero que marcó mal y que por lo tanto tiene que hacer otra vez la cola. Hay gritos. Ambas se insultan. La gente se aprieta en la entrada de la puertecilla que da al patio del banco. La directora intenta hablar más alto, pero el tumulto no la deja. Ella desiste y se marcha.
8:10 a.m. La gente se ha calmado un poco y comienzan a repartir los turnos. He permanecido lejos de la multitud. Mi riñón derecho lleva días doliendo y estoy evitando un mal golpe. Busco al señor del pulóver de rayas. Está en medio de la gente. Me acerco.
8:20 a.m. Tengo el turno 66. Soy afortunado. Mi madre podrá cobrar su salario antes de las 11 de la mañana.
8:30 a.m. Estoy sentado en la terminal. Me he quedado pensando en la gente del Banco. La directora se veía cansada. Difícil es entender cuán enfermo puede llegar a sentirse quienes enfrentan cada día situaciones como estas. Algunos la ofenden y la responsabilizan de las dificultades para obtener su dinero. Ella y su equipo son empleados. Trabajan desde la mañana hasta el atardecer y al llegar a casa tendrán las mismas dificultades que la mayoría. Conozco a algunos, excelentes vecinos. Pienso también en las dos señoras que estaban discutiendo. Es desesperante cuando las necesidades golpean como un martillo contra las tablas del alma y no hay dinero. O bueno, sí hay dinero, "unos numeritos ahí que nadie ve y que están metidos en esta tarjeta", me dice uno. He vivido esta historia. Hace unos días salí a comprar lo que cocinaría en la tarde y sufrí la impotencia de que me negaban el pago por transferencia, a excepción de un señor que vende en Pueblo Nuevo, Holguín, donde confluyen las calles 23 y 27, frente a la fábrica de galletas. Ahí logré adquirir algunos productos. Eso pasa en la ciudad, donde la gente está familiarizada con la tecnología. No he querido pensar en mis abuelos del campo, en tus abuelos.
8:45 a.m. Llega mi madre. Nos ponemos a conversar sobre las pastillas que me trajo para mi infección renal. Mi madre es la mejor doctora que conozco. Se ganó el título de oro durante los ocho años y medio que duró mi amigdalitis. Le explico que tiene el turno 66, que no se vaya a confundir, porque si lo vira al revés es el 99, y así no sale hoy del banco. Cuestión de perspectivas y de que me "raspé una cola tremenda y no quiero que salgas más tarde de allí", le digo.
10:40 a.m. Estoy esperando transporte para Holguín. No hay mucha gente, pero no es un día bueno para viajar. Me alegra ver inspectores, sobre todo uno que conozco de vista y es súper bueno en su trabajo; la gente lo respeta. Uno de estos días voy a contarles su historia. Y les hablaré de cuando yo tenía 17 años y salía de la escuela rezando para que "el negrito-amarillo" estuviera en la parada e irme pronto. "Negrito", porque es de piel oscura y "amarillo" por esa costumbre de decirle así a los que tienen este trabajo, debido a su antiguo uniforme. Como "el canario amarillo que tiene el ojo tan negro".
10:45 a.m. Busco algo para leer: "Los suicidas del fin del mundo", de Leila Guerriero. Es un libro de crónicas que cuenta la extraña situación de jóvenes que se quitaban la vida en el pueblo "Las Heras", en Argentina. Estoy en la página 28 de mi versión digital. Se habla de Dios en esta página. Recuerdo el amanecer. Levanto la vista, el sol es intenso. Al fondo del paisaje algo me alerta. No puedo evitar reír y lo hago muy alto. Esta gente nunca sabrá por qué me río, pero se los voy a contar a ustedes, que me han leído hasta este punto. Cruzando la calle, en dirección al barrio de "Los Pinos", van conversando como amigas de la infancia las dos señoras que peleaban en la cola del banco.
He dejado de mirar el reloj. ¿Qué importa el tiempo si estoy frente a la vida misma, que posee más ficción y conflictos que la literatura? Como el turno 66 que entregué a mi madre: todo es cuestión de perspectivas, de observar el ángulo exacto. Aquí, bajo un sol que se ha vuelto violento, caminan juntas dos mujeres que ahorita discutían y que de seguro comprendieron una verdad tan antigua y sencilla como lo es de fundamental: el tiempo no se recupera. No es lógico gastar nuestra vida en pleitos y rencores. O fue sencillamente porque el cubano es así, desinhibido, hermoso en perdón.
Problemas hartos nos limitan, la piedra (bloque enorme) que se atraviesa en el riñón de la patria individual y la de todos. Pese a esto hemos de florecer. Regresa Martí con altavoces para decirnos que no es hora de atacarnos unos a otros, sino de juntarnos "como la plata en las raíces de los Andes", "en cuadro apretado", en una "marcha unida". No podemos ser los gigantes que ponen su bota encima del lugar donde nuestros hermanos intentan sembrar su felicidad.
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