“Gibara, que te quiero... Gibara”

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crónica GibaraFoto: Dayana Araújo

Vamos siete en un carro, ocho si cuento al que maneja. Yo estoy en la ventana, entre el olor a gasolina y el constante rebote de las ruedas, necesito aire para no marearme. No sé cuantas curvas son, siempre que vengo intento contarlas: una, dos... nueve, pero lo olvido en cuanto comienzo a percibir el olor a mar.

Estuve aquí hace un año, y hace dos también, tal parece me gusta volver cuando estoy un poco nostálgica. Es como si la vida entendiera que necesito un ritual para nivelar el andrajo de emociones que he creado. Gibara es un lugar donde parece que los minutos no pasan; un pueblo en una realidad alternativa que te hace perder la noción del tiempo, y que aún en estas fechas, cuando todos vienen, parece que no hay nadie.

Muchas cosas dieron una sensación de déjà vu, la tarima en el mismo lugar, los bancos con el desgaste exacto de pintura. Despierta cierta seguridad, porque no importa lo que haga fuera de allí, siempre que vuelva me esperarán los mismos detalles, para curarme cualquier desajuste. Pero venir pasado un año, una y otra vez, te da una perspectiva de todo lo que puede cambiar en 365 días. Asocias cada viaje con recuerdos de esa etapa, y sí, muchas cosas se mantienen intactas, pero de otras ya no hay ni rastro.

Y aquí estoy de nuevo en este festival, pero no cualquiera, uno de cine, que me permite ver una película en pantalla grande, ya sea en las salas de cine o en plena calle. Sentada en un asiento rojo sangre, para volver a ver una cinta que en su momento me hizo llorar. Esta vez no fue la excepción, lloré, parece que el tamaño de la pantalla es directamente proporcional a las lágrimas que pueden salir de mis ojos. Siempre que piso suelo gibareño, lloro, y no es que esté en plena depresión ni nada por el estilo, culpo a la cantidad de agua que hay en mi carta astral, que se ve alterada por el abundante líquido que rodea al pueblo.

Aproveché uno de mis grandes placeres: observar a personas haciendo lo que les gusta. Cada quien montaba su performance para hablar de sus proyectos, películas y demás, era como un orgasmo visual para mí, hay algo ciertamente atractivo en las personas que tienen la valentía de hacer lo que les apasiona. Cuando describen sus experiencias, parece que estuvieran contando todo lo que llevan dentro, sin miedo a verse expuestos. Podría escribir un manifiesto completo sobre esta atracción, con cientos de apartados, el primero se llamaría "suéltate, que me encanta verte vivir".

Algo que siempre me marca en estos días es la música en vivo, la conexión de los artistas con el público, la energía que se crea cuando por arte de magia entonas la letra de una canción, que en tu vida habías escuchado, y sobre todo las infinitas ganas de bailar que surgen. Cada día soy más consciente de que siempre tengo energía para bailar, no importa el lugar, el momento, la falta de sueño, ni el dolor de piernas, tengo que bailar, porque nunca sé cuándo volveré a hacerlo.

Pero lo que más hice fue mirar el mar, y es que tiene su encanto: la escarcha que le roba el protagonismo al azul, el sonido de las olas chocando con las rocas, la brisa nada educada que suaviza la piel y hasta hidrata los labios, al nivel de rozarlos y que cueste separarlos. Tengo una relación rara con el mar; me da un miedo espantoso pero no puedo dejar de mirarlo, me aterra, pero prefiero tocarlo en plena madrugada, cuando estoy a ciegas.

Yo confío en eso que dicen por ahí, de que hay que bañarse en la playa para dejar todo lo malo, para limpiarse de malas energías, tanto así que me dedico a flotar unos minutos, disfrutando del silencio que solo se ve interrumpido por mis patadas y aleteos, mientras converso con el mar, fantaseando quizás, y le comento sobre aquello que quiero dejar en sus aguas.

Me guardo los pequeños instantes, aquella mujer haciendo yoga en la orilla del mar a las 5 de la mañana, los bailes con desconocidos, el calor que cada año está peor, el encuentro con una lechuza, el repentino amor de todos hacia todos, y es que ojalá la vida fuera como en los festivales, todos felices y repartiendo amor. Lo mejor fue la noticia de que se le volvería a llamar Festival Internacional de Cine Pobre de Gibara, porque siendo sinceros, nunca dejamos de llamarle así.

Lo peor me espera en casa, cuando me dé cuenta de que ya pasaron estos días, y vuelva a la misma vida de siempre, sin mar, sin olor a pescado, sin enredos en el pelo por tanto sudor y agua salada, y con un terrible dolor de columna, porque cuando estoy feliz se me olvida que tengo una escoliosis.


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