El muchacho que no pudo ser maestro

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El sueño de mi amigo Rey siempre fue hacerse maestro, pero los embates de su familia, a veces terca y ambiciosa, lastraron las esperanzas. Diez años después, cuando mi socio de la primaria se preparaba para graduarse de Medicina, mi conciencia construía cual dejavú insistente una historia similar y formulaba nuevos juicios al oír: “Mami, ya lo decidí. Yo seré maestro”.
 
Venía de un muchacho de unos dieciséis años, cuya confirmación captó mi atención, a la vez que provocó un verdadero avispero en la multitud que esperaba, uno de los mediodías más oscuros del transporte en Holguín, en una parada de ómnibus. Breve silencio, arqueo de cejas, y aquella madre con un suspiro exagerado rebatió: “¡Solo si estuviese loca! Ingeniero o médico, pero maestro nunca”.
 
Maldito fugaz apoyo que brotó para hablar de salarios insuficientes, de calidad mermada en las formas de educación, de implementos restringidos y la obligación de un tiempo extra... Qué pena que fueran pocos, pero el joven también encontró solidarios, como para probarme que aún se defienden actitudes como la suya y que si en algún debate no existe la unanimidad es en aquel que apunta hacia decisiones vocacionales por el magisterio.
 
Yo, que por esos días me debatía si aceptar o no la propuesta de la Universidad para integrar el Contingente “Educando por amor”, confieso que dudé:
- ¿Maestro yo, que siempre he considerado grande esa palabra? Ni siquiera imagino a los muchachos diciéndome “profe”, ¿a mí, que apenas rebaso su edad? ¡Qué va! Maestros Raciel Alberteris o Petra Silva (con ellos, todos los que me han formado).
 
Más tarde, al confirmar mi participación, no creé una realidad distante de lo que me esperaba en las aulas. La remuneración por un mes de trabajo, poco o mucho, no sería lo más importante, aunque necesaria; el carente respeto a la figura del maestro y la deficiente educación familiar me inquietaban más, pues mi breve abstracción respecto a lo que vendría muy pronto no señalaba, ni remotamente, al escenario en el que mis abuelos hicieron toda su carrera profesional, quienes, por cierto, se jubilaron tiza y borrador en manos.
 
Llegó el día y desde la puerta divisaba un grupo de estudiantes de Secundaria Básica que la euforia única de su edad no permitía contabilizar. Todos hablaban a la vez. Volví a dudar, pero pasé y me presenté como su nuevo profesor de Español.
 
Los primeros cuarenta y cinco minutos no alcanzaron para cumplir con todo lo planificado, a pesar de que fui muy serio y, “reglas del juego” aclaradas, les dejé hablar poco. Dicen que los siguientes turnos fueron más entretenidos, con diversión y evaluaciones, con crecimiento intelectual y humano.
 
Hace poco les agradecí por ser los únicos culpables de la huída de mis prejuicios. Han pasado tres meses y me convenzo cada vez más de que ser su profe me gusta, a pesar de las contingencias que implica catalizar (treinta y ocho)2 caracteres diferentes. Ya nada es mejor que escuchar en la calle o en la guagua un “¡Profe, siéntese aquí!”, “Profe, ¿cómo está?”.
 
Pobres aquellos que no experimentan, fuera de la escuela, la sensación de un perenne bullicio en los oídos, ni el olor a tiza, ni la alergia incesante. Pobres quienes pierden la oportunidad de llegar temprano al aula, porque te corresponde predicar con el ejemplo. Pobres los que no pueden sentir que ser maestro es lo más cercano a forjar la vida, o lo mismo. Pobre muchacho de la parada.
 
Pensé decirle muchas cosas a una madre testaruda, pero hay cada gente equivocada por ahí, que no valdría la pena. Y escribí, para no responderle.

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