Al centro del universo

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trovadores 01Foto: Del autor

Es un día de esos que transcurren con monotonía, en una ciudad que algunos, desde su terquedad o su fe, insisten en creer el centro del universo. El sol de la tarde empieza a declinar suavemente.

Como atraídos por el místico esfuerzo de mantener viva la tradición, los trovadores peregrinan con lentitud hacia sus peñas (templos aislados en los centros culturales que algunas horas cada semana se resisten al fenómeno del reggaetón). Hay un silencio que precede al acorde, una cerveza y algunos giros en las clavijas para ajustar el sonido. Se preparan para cumplir con el rito más antiguo: el de contar. Porque un trovador es, en esencia, un poeta con guitarra. Un narrador que dejar en el aire un mensaje hecho de sonidos, elipsis y palabras que, sin tantas explicaciones, el alma recibe como un beso.

Esta ciudad no sería ni la sombra de sí misma sin ellos, sin su crónica musical, su relato íntimo y colectivo. ¿Cómo quedarían nuestros amores, nuestras derrotas, el paisaje cotidiano? Sería una urbe sin voz, una barca sin banda condenada al naufragio.

La historia de este oficio en Cuba tiene nombres que cambiaron para siempre el modo de entender la poesía: Sindo Garay, Pepe Sanchez, Sara González, Vicente Feliú, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Noel Nicola… Una lista de personas que necesitaría, tal vez, el espacio de todas las páginas de este periódico.

En Holguín, la poesía cantada ha labrado su propio camino con voces como la de Ramiro Gutiérrez, Augusto Blanca, Rodolfo y Benito de la Fuente, Fernando Cabreja, Alito Abad, Edelis Loyola, Ivette María Rodríguez, Nolberto Leyva, Camilo de la Peña, Manuel Leandro Sanchez…

Como un referente ineludible, insiste la música de Raúl Prieto. Fue él quien, viendo el crecimiento orgánico pero disperso de los cantautores, creó en 2016 “La Feria de los Trovadores”. Un proyecto que logró unir a autores de diferentes estéticas –desde Tony Fuentes hasta Lainier Verdecia– en una suerte de escuela y templo común. Raúl Prieto avizoró que la unidad era el único camino para potenciar el movimiento, para que los trovadores no se sintieran “separados, cada uno en su mundo”. Su legado no solo habita en sus canciones, sino en esa arquitectura de colmena que potenció la canción de autor local.

Pese a su buena salud creativa, la reliquia legítima que es la trova, respira con dificultad. Proteger los espacios que la mantienen latente es urgente y vital. Estas zonas son mucho más que locales: son la arquitectura de la poesía, donde la memoria se hace canción y la canción se hace identidad. Hacer trova hoy, en medio de tanta contaminación cultural, es un grito de resistencia.

Las instituciones tienen una deuda de logística, de promoción, de apoyo firme y continuo. No basta con la voluntad aislada de los artistas o el auspicio intermitente. Proteger estos espacios es proteger el tejido mismo de la ciudad, es garantizar que las próximas juventudes tengan un rincón donde refugiarse del ruido. Sin su poesía cantada, esta ciudad dejaría de ser el centro del universo. Perdería su aforo para definir el peso de su cansancio cotidiano.


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