La misión del equilibrista

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equilibrista1Foto: Nomey Marrero

Poner un plato en la mesa parece una tarea de superhéroes. Soplar hasta que el carbón se encienda, colocar la olla tiznada sobre la hornilla, estirar el salario para que se adentre lo más posible en el mes; luego navegar a la deriva entre lo que aparezca y lo que se pueda conseguir con algún trabajo extra.

 La marea sube hasta el cuello si hay niños en la casa. Hay que salir a la calle con la ropa de andar y comerse el mundo. "La misión del equilibrista", murmuro: avanzar sobre la cuerda floja sin caer jamás. Porque los niños no perdonarán que nos caigamos. No hay otra opción. Hay que avanzar.

Mi madre va de la bodega a la casa una y otra vez. Anunciaron que hoy traerán picadillo. Y es que, desde el 12 de marzo de 1962, el gobierno cubano ofrece, mediante distribución normada, productos alimenticios para todos los habitantes de la Isla a un precio módico. Antes era una canasta holgada, nutrida con todos los productos que uno pueda imaginar. Luego vino la crisis producida por el derrumbe del campo socialista soviético, las medidas restrictivas del gobierno estadounidense, la COVID, el ordenamiento económico, la traición de unos y el desgano de otros, la sequía...

Se averiaron los soportes que mantenían a la bodega en el centro de la familia. La bodega como un bálsamo, una puerta de esperanza abierta de par en par al final de cada mes. A pesar de eso, el tema sigue siendo la página principal de la agenda del gobierno. A veces más, a veces menos, pero a la bodega siguen llegando productos que alivian la carga.

"Un día a la vez, un día a la vez", repite mi madre. Yo la escucho y pienso cuán difícil ha de ser gestionar los mecanismos para poner un plato en la mesa de cada uno de los habitantes de un país.

"Llegó", y la voz se corre, porque todos estamos en la misma situación. Unos más que otros, pero a todos nos afecta la órbita de la crisis. "Picadillo para niños", anuncian. Y allá vamos, a pedir el último en la cola, a saludar a los vecinos, a predecir la lluvia.

Un olor nauseabundo se esparce como un golpe. La gente murmura sobre la calidad del producto. Llega mi turno. Estiro el plato y me sirven la porción que le corresponde a mi niña. Huele a cuerpos a los que se les fue la vida. "¿Qué pasó?", pregunto. "Lo trajeron así", responde el dependiente.

Me marcho. El plato va en mi mano. Lo miro como a un enemigo enfermo, con lástima. ¿Dónde se habrá roto la cadena de refrigeración? ¿Cuántos hombres recibirán su salario este mes por traer el picadillo hasta la tienda "La Rosa Blanca"? Si le pregunto a los que lo transportaron, ¿qué dirán? Pienso en los niños de "La Quinta", en el combustible gastado, en el dinero que costó hacer todo esto.

Cuando aumenta la marea, han de aumentar los mecanismos para salir a flote, o nos hundimos. "Pensar como país", decían en otros años. Ahora deberíamos decir "Pensar como familia". Idear maneras para que estas cosas no sucedan. Recolectar pedazos de hielo en cada una de las casas de la zona, picarlo en trozos sobre el producto, transportarlo apenas se produzca, en la madrugada. No sé. Algo que impida que estas cosas pasen.

Mi hija mira el plato y no hace preguntas. A ella no le importa quién es el responsable de que eso que tiene enfrente huela tan mal. Hace una mueca de desgano y se aleja. Yo me pongo la ropa de andar. Tengo que lanzarme a la calle y comerme el mundo. Traerle algo para que coma esta tarde. La misión del equilibrista, repito: avanzar sobre la cuerda floja sin caer jamás.


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