Miedo a la poesía

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Eran papeles viejísimos. Tenían manchas negras por doquier y los bordes rotos daban una imagen de disputa. Como si todos los ojos del mundo hubiesen peleado por leerlos. Luego supe que se trataba de una novela escrita en décimas, que mi padre se había pasado los años anotando cosas, que aquello era el borrador y un borrador es el espacio donde se escribe el texto en bruto, así como asalta a la cabeza.

Las manchas eran de carbón. Mi padre era herrero y para avivar el fuego con el que se domestica el hierro se necesita mucho carbón. Nunca dedicó tiempo especial a la poesía. Entre martillazo y martillazo dejaba algún verso sobre aquellos papeles que yo pensaba salidos de una guerra.

En cierta ocasión me dijo: “Tu tatarabuelo Fillo Zaldívar andaba de guateque en guateque, porque la gente lo mandaba a buscar para que declamara versos y contara historias. Se podía estar toda la noche escuchándolo; de él me viene esto de la escritura”.

En “Fray Benito” circula un texto que escribió Fillo donde habla de un haitiano que timó a todos los ricos del pueblo. Decía poseer dinero, llamarse Antonio Valle del Valle, venir de muy lejos y solo tener cheques y vales para pagar. Adquirió un caballo, tierras, útiles de labranza. Hizo fiestas para los obreros y durmió en casa de Tomás Rodríguez, que era de los más adinerados, como duerme un familiar recién llegado del extranjero.

Del Valle salió un día y nunca regresó. No se llevó absolutamente nada. El Robin Hood Negro solo dejó el amargo sentimiento de la burla en aquellos que le abrieron las puertas de su confianza.

La novela de mi padre habla de la traición, de cómo los hombres se apuñalan unos a otros al terminar el siglo XX y luego son enterrados en largas trincheras que alguna vez sirvieron para defender la Patria. La gente la leía bajito, pues por aquellos años se creía que un hombre puede cambiar con su discurso el mundo, profetizar.

Todos los vecinos leían aquellas décimas: maestros y borrachos, gentes que vinieron al pueblo a visitar a sus parientes y se quedaron todo el verano. Leían para sí, anotaban en papelitos frases que luego doblaban detrás de la puerta para ahuyentar los malos presagios. Letras que fueron martilladas sobre el papel y en las que podía sentirse, a pesar de los años, el olor firme del carbón.

Cierto día se puso mi padre a cavar agujeros enormes para construir un cepo. Su cuerpo había comenzado a envejecer, estaba cansado de luchar contra las bestias y aquel artefacto le permitiría inmovilizar los animales más rebeldes.

Al remover la tierra, comenzaron a salir huesos de todos los tamaños. Huesos como el castigo de Dios. Luego supimos que nuestra casa se había construido sobre un viejo cementerio, fosas comunes donde solían enterrar a suicidas y disidentes políticos que el clero o el gobierno de turno consideraban impuros para ocupar el camposanto; cruces de madera que desaparecieron tras las guerras de Independencia. Y sentimos mucho miedo. Miedo a la poesía de mi padre.


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