Rehenes del ruido
- Por Rubén Rodríguez González
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Hay un elemento que distingue lo urbano de lo rural: el ruido. Para algunos, resulta un contraste deslumbrante entre el campo y la ciudad; para los demás, deviene tortura cuando los amables sonidos de la naturaleza son suplantados por otros menos gratos. No pretendo hacer una oda al mugido y el cloqueo, pues comprendo la “sonoridad necesaria” que nos envuelve.
Factores urbanísticos y demográficos condicionan los entornos sonoros, que suponen cierta exposición inevitable a los ruidos de la modernidad; sin embargo, la pura “observación participante”, como se dice en jerga metodológica, corrobora indudablemente la sobreexposición.
Es absurdo pretender que reine el silencio en espacios fabriles, industriales, constructivos o recreativos, que conllevan niveles de sonido singulares; en algunos casos, se precisa de adminículos de protección auditiva. Y eso es normalmente aceptado, del mismo modo que el convenio tácito de la interacción humana implica un componente sonoro apreciable. Aceptamos y asumimos civilizadamente esa banda sonora de nuestras vidas, con su cambiante variedad y matices.
No obstante, surgen preguntas: se entiende que sitios dedicados al baile precisen ciertos estándares de megafonía, pero ¿cuál es el propósito de bombardear con una avalancha retumbante lugares donde se va a comer, y cuyos clientes deben chillar para sostener un diálogo o comunicarse con el mesero? ¿Rigen iguales criterios de amplificación en locales cerrados y espacios abiertos? Cuando en un área coinciden varios sitios recreativos, ¿no se precisa de un concepto común de musicalización, de manera que no se convierta en una guerra de decibeles? ¿Y cuando estos se encuentran rodeados de viviendas y centros laborales, en muchos
de los cuales se realiza trabajo intelectual?
Todo ese ruido, ¿quién lo necesita, quién lo pidió, cuál es el concepto artístico o lúdico que lo anima? Me he fijado en que, muchas veces, alrededor de esas estentóreas bocinas ubicadas en el exterior de instituciones culturales no se concentra público. Entonces, ¿vale la pena derrochar electricidad en tal “animación”?
Punto y aparte ameritan las posibilidades de amplificación de ciertos vehículos y el molesto empleo de artefactos que multiplican el ruido proveniente de la aceleración, una indisciplina social en ascenso, que carece de enfrentamiento. Mucho se ha hablado sobre el impacto nocivo del exceso de sonido en la salud humana. El ruido afecta el nivel de concentración en nuestras actividades, la calidad del sueño, la capacidad auditiva y de comunicación, además de provocar efectos físicos como el incremento de la presión arterial o de la hormona del estrés. Especialmente vulnerables resultan los niños, ancianos y personas enfermas, sobre todo pacientes de enfermedades mentales.
Se ha legislado al respecto: la Ley 81/97 del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, el Decreto Ley 200/99 para Contravenciones en Materia de Medio Ambiente y el artículo 170 del Código Civil cubano contemplan la contaminación sonora en sus acápites.
El tema se ha enfocado desde el llamado a la conciencia y la buena convivencia, pero el hombre piensa como vive y habitamos un entorno cada vez más parecido a los productos artísticos que consume, por lo que se necesita una respuesta por parte de las instituciones veladoras de la paz doméstica, para aliviar a una comunidad agobiada por las estrecheces diversas del contexto socioeconómico y que necesita, al menos, poder descansar su cabeza sobre la almohada.
Como don Benito Juárez, respeto el derecho ajeno al sonido, pero defiendo mi inalienable derecho al silencio.
Comentarios
Las autoridades deben hacer algo al respecto porque conciencia y respeto eso no existe ya.