Cine de barrio

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CineFoto: Internet.

Uno de los recuerdos más especiales de mi infancia es el cine. A mi pueblo llegaba a través del anfiteatro, espacio que también se utilizaba para actividades artísticas escolares, actos diversos y hasta para el bombo anual de los tres juguetes para cada niño, pero de eso escribiré otro día.

 El anfiteatro, convertido actualmente en una plaza cultural, constaba de una gran pantalla de hormigón con su tarima, una caseta para el proyeccionista e hileras de bancos de hormigón sin espaldar. La oferta cinematográfica era mensual y constaba de dos películas que se exhibían en días alternos, un dibujo animado y el Noticiero ICAIC que se proyectaban a diario.

Hacia aquel cine de barrio, en las faldas de la Loma del Suspiro con su parroquia, se movían los vecinos desde que oscurecía. Por lo reducido de la cartelera, al final del mes había pocas lunetas ocupadas. Aquellos que vivían cerca, evadían los asientos ortopédicos llevando de casa sus propias butacas y sillas. Era abierto y gratuito y, por lo mismo, quedaba a criterio de tus padres qué películas podías ver o no.

Enemigos eran la lluvia y los impredecibles apagones. Recuerdo la noche en que el corte del fluido eléctrico dio al traste con la proyección, y un vecino amable, el viejo Dago, me explicó que el apagón se debía a que era la hora “del pico”. Salté como un gallito: “Ven acá, ¿y cuándo es la hora del…?”. Mi alusión al órgano reproductor femenino arrancó carcajadas a los adultos.

Otra tarea titánica era descubrir a una de mis tías abuelas en una escena de la película Lucía. Aunque, efectivamente, la tía Elsa Montero estuvo entre los cientos de extras y figurantes de la cinta que enamoró de Gibara a Humberto Solás, confieso que jamás logré descubrirla con la pista que me ofrecían: está en el baile de la bronca y trae un vestido oscuro.

El proyeccionista era un hombre importante, y hacia él iban también las críticas cuando las películas no cumplían las expectativas. Cuando tal cosa ocurría, solía contestar imperturbable que esas eran las que le habían dado, lo cual dejaba claro que no participaba de su selección. Sin embargo, tocaba al compañero la censura de aquellas escenas lesivas para las buenas costumbres, básicamente sexo, que de alguna manera cubría en el rollo.

Yo solía subir los escalones hasta la cabina, donde Gilberto González Batista fumaba tras el proyector de 35 milímetros; las latas de película poseían un encanto singular. Mi pregunta era siempre la misma: ¿qué película dan hoy? La voz grave respondía el título. No sé si lo olvidaba o si deseaba repetir aquella experiencia casi mística de ascender al oráculo, pero al otro día, y al siguiente, regresaba a interrogar.

Las veía todas y algunas varias veces, desde cintas infantiles como Lucía y los milagros; Agua, fuego y trompetas de cobre y El príncipe Bayaya, un clásico del cine de animación; las lacrimógenas Marianela, El gallo de oro y La vida sigue igual, o filmes de acción como El hombre de Río y Los ángeles negros. Y hasta las primeras películas inquietantes: Con el viento solano, A pleno sol y Vivir por vivir, cuya banda sonora, de la autoría de Paul Mauriat, todavía suena en mis oídos.

Años después, leyendo crítica, me he percatado de cuántos filmes de calidad pudimos ver entonces y de cuánto influyó en la formación de ese pueblito lleno de lectores y gente ávida de cultura. En estos días, cuando Gibara acoge un festival internacional de cine, no puedo evitar la evocación de nuestro modesto “cinema Paradiso”, que alimentaba los sueños, como en la inolvidable película de Giuseppe Tornatore.

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