Soñar en azul
- Por Jorge Suñol Robles (Estudiante de periodismo)
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Miro el monograma y mi mente se invade, de muchas maneras, de muchas historias. Aquel distintivo rojo que marcó, como nunca, tres años de mi vida. Aquel que hace reconocer a un estudiante de Vocacional en cualquier lugar de esta Isla. Ya deteriorado, por el paso de más de 6 años, todavía refleja anécdotas, los silencios y los gritos de aquella época adolescente, las palabras dichas, los pasillos viejos, el albergue de pocos días, las botas “coloso”, los épicos festivales, las pruebas “al límite”. Todavía, aparecen, como reflejos de luz, una que otra cara, algún que otro nombre, una fecha, un lugar, un gesto.
Entrar al Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas fue siempre una aventura, un sueño, un reto constante. Supuso cambios, adaptaciones, autoservicios, guardias, marchas a paso de revista, cartas de amor, noches y madrugadas sin dormir. Salir, salir fue otra cosa muy distinta, como si te arrancaran un pedazo de carne, como una despedida obligada, como una graduación que vino en un cerrar de ojos, y no nos dimos cuenta, como el grupo que no quería decirse adiós, a pesar de las diferencias.
La historia comienza en el 2009. Cuando, con mi maletincito azul, para que pegara con el uniforme y con los amigos que ya traía de la Secundaria, llegábamos en coche al IPVCE. Sí caballero, en coche, dejen “el chucho”, no me da pena decirlo. Íbamos todos muy ansiosos, con el rostro intenso de quien empieza algo. Aquellos albergues estaban repletos de personajes y tramas, confusas, ocultas, famosas, había de todo, incluso, puntos suspensivos.
Decimales al fin, el “cuero” venía por la canalita. La primera noche poco pude dormir. Yo, de puntualito, me fui a la cama y me hice el dormido, pero lo escuchaba todo: las lecciones de los “grandes”, quién era el más guapo, cómo era la “mecánica” allí, las manías, las trampas y los escondites. Hubo quién, ese día, salió lesionado por una broma fugaz, bueno, de fuego, por culpa de una fosforera que pasó cama por cama.
Pero mi estancia de interno solo duró dos semanas. Bajó una orden superior, que los holguineros, o sea, los que vivían en la cabecera, tenían que estar semi-internos, por una cuestión ahorrativa y coyuntural. Eso nos cayó como una bomba, la ilusión que nos hacía vivir las noches en beca, independizarnos, pasar trabajo y disfrutarlo a la vez, quejarnos cuando no había agua, tener “acceso pleno” en el comedor, descargar con una guitarra y con cualquiera que afinara Sin Bandera o Buena Fe. Eso, solo quedó en ilusión.
Tuvimos entonces que lidiar con los camiones y la ruta 11. Una total odisea. Sálvese o móntese quien pueda. Y nada, con el tiempo, nos fuimos acostumbrando, adaptando a la rutina. Al molote, la madrugadera, nos fuimos encantando de una escuela que cada vez imponía esfuerzo y trazaba caminos. Algunos emigraron hacia el pre en la calle, por comodidad, por embullo, pero otros, como yo, nos mantuvimos, a pesar de la lejanía, estar en un IPVCE era traducción de respeto y prestigio, era un claustro de excelencia, una formación integral y rigurosa.
No he de citar nombres aquí, porque sería injusto y la lista sería extensísima para este espacio. Pero nunca olvidaré las clases de Español Literatura, y las ocurrencias de mi profe, que le dijo un día un alumno tenía letra de caguayo arrepentido, sus dictados eran un gran espectáculo. Tampoco dejaré a mi profe de Matemática, la que nos soportó durante los tres años y me enamoró de la geometría plana, a pesar de preferir las letras y las pintorescas clases de Preparación para la Defensa con sus mil maneras de morirse de la risa.
Mi grupo era muy complejo, pero unido. Rodamos de profe en profe, y teníamos nuestras leyes. Aulas tuvimos tres, una en cada año. Pero la que más recuerdo es la de décimo grado, cuando éramos el 7 de la Unidad 1. De allí, salieron amigos, parejas, y alguna que otra inconformidad y desajuste.
No es suficiente esto, me quedo muy corto ante tantas vivencias. Pero hace rato le debía esta crónica a mi Vocacional, que me ayudó a creer más en mí, me enseñó a lidiar con mis nervios, me regaló varios tesoros de amigos, me retaba a diario. Desde entonces, mucho ha cambiado, las caras ya son otras, el claustro, el tiempo es otro. Ya la gente, quizá, no se interese tanto por ella, por muchas circunstancias. Muchas esencias se han perdido. Los que estuvimos y pasamos, todavía confiamos, creemos… Es un romance eterno, una luz difícil de apagar, un compromiso.
Entrar al Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas fue siempre una aventura, un sueño, un reto constante. Supuso cambios, adaptaciones, autoservicios, guardias, marchas a paso de revista, cartas de amor, noches y madrugadas sin dormir. Salir, salir fue otra cosa muy distinta, como si te arrancaran un pedazo de carne, como una despedida obligada, como una graduación que vino en un cerrar de ojos, y no nos dimos cuenta, como el grupo que no quería decirse adiós, a pesar de las diferencias.
La historia comienza en el 2009. Cuando, con mi maletincito azul, para que pegara con el uniforme y con los amigos que ya traía de la Secundaria, llegábamos en coche al IPVCE. Sí caballero, en coche, dejen “el chucho”, no me da pena decirlo. Íbamos todos muy ansiosos, con el rostro intenso de quien empieza algo. Aquellos albergues estaban repletos de personajes y tramas, confusas, ocultas, famosas, había de todo, incluso, puntos suspensivos.
Decimales al fin, el “cuero” venía por la canalita. La primera noche poco pude dormir. Yo, de puntualito, me fui a la cama y me hice el dormido, pero lo escuchaba todo: las lecciones de los “grandes”, quién era el más guapo, cómo era la “mecánica” allí, las manías, las trampas y los escondites. Hubo quién, ese día, salió lesionado por una broma fugaz, bueno, de fuego, por culpa de una fosforera que pasó cama por cama.
Pero mi estancia de interno solo duró dos semanas. Bajó una orden superior, que los holguineros, o sea, los que vivían en la cabecera, tenían que estar semi-internos, por una cuestión ahorrativa y coyuntural. Eso nos cayó como una bomba, la ilusión que nos hacía vivir las noches en beca, independizarnos, pasar trabajo y disfrutarlo a la vez, quejarnos cuando no había agua, tener “acceso pleno” en el comedor, descargar con una guitarra y con cualquiera que afinara Sin Bandera o Buena Fe. Eso, solo quedó en ilusión.
Tuvimos entonces que lidiar con los camiones y la ruta 11. Una total odisea. Sálvese o móntese quien pueda. Y nada, con el tiempo, nos fuimos acostumbrando, adaptando a la rutina. Al molote, la madrugadera, nos fuimos encantando de una escuela que cada vez imponía esfuerzo y trazaba caminos. Algunos emigraron hacia el pre en la calle, por comodidad, por embullo, pero otros, como yo, nos mantuvimos, a pesar de la lejanía, estar en un IPVCE era traducción de respeto y prestigio, era un claustro de excelencia, una formación integral y rigurosa.
No he de citar nombres aquí, porque sería injusto y la lista sería extensísima para este espacio. Pero nunca olvidaré las clases de Español Literatura, y las ocurrencias de mi profe, que le dijo un día un alumno tenía letra de caguayo arrepentido, sus dictados eran un gran espectáculo. Tampoco dejaré a mi profe de Matemática, la que nos soportó durante los tres años y me enamoró de la geometría plana, a pesar de preferir las letras y las pintorescas clases de Preparación para la Defensa con sus mil maneras de morirse de la risa.
Mi grupo era muy complejo, pero unido. Rodamos de profe en profe, y teníamos nuestras leyes. Aulas tuvimos tres, una en cada año. Pero la que más recuerdo es la de décimo grado, cuando éramos el 7 de la Unidad 1. De allí, salieron amigos, parejas, y alguna que otra inconformidad y desajuste.
No es suficiente esto, me quedo muy corto ante tantas vivencias. Pero hace rato le debía esta crónica a mi Vocacional, que me ayudó a creer más en mí, me enseñó a lidiar con mis nervios, me regaló varios tesoros de amigos, me retaba a diario. Desde entonces, mucho ha cambiado, las caras ya son otras, el claustro, el tiempo es otro. Ya la gente, quizá, no se interese tanto por ella, por muchas circunstancias. Muchas esencias se han perdido. Los que estuvimos y pasamos, todavía confiamos, creemos… Es un romance eterno, una luz difícil de apagar, un compromiso.
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