Hilda Torres: la historia detrás del nombre
- Por Claudia Arias Espinosa
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Ya es de noche cuando el jeep se detiene finalmente a la entrada de la Base Naval de Guantánamo. A bordo vienen dos mujeres y un hombre que visten el uniforme verde olivo de las tropas de Fidel Castro.
Viene también, sentada apenas sobre un colchón en la parte trasera del jeep, una joven muy joven, casi una niña. Y sangra.
Los rebeldes hablan con la guardia: piden que sea atendida en el hospital de la Base. Luego, sin dar más explicaciones, se marchan.
Los rebeldes hablan con la guardia: piden que sea atendida en el hospital de la Base. Luego, sin dar más explicaciones, se marchan.
En la ciudad de Holguín, en la calle Narciso López, entre Coliseo y el río Marañón, en una casa con techo de guano y número 283, vivía junto a su familia Rosario Torres Bacallao.
“Mi papá José era, como se dice ahora, cuentapropista. Muy humilde, pero siempre de traje. Mi mamá, Angelina, era ama de casa y tenía una matemática y una letra muy buenas, porque además, había estudiado teneduría de libros”, recuerda.
“Georgia y yo siempre andábamos con nuestra hermana mayor para arriba y para abajo, en guinchete, como se decía en la época. Era ella quien nos llevaba a la escuela y todas las noches a ver televisión, por dos centavos, a casa de Emma. Hasta dormíamos juntas”.
El almirante Fenno concede la autorización para que la muchacha sea atendida en el Hospital Naval de la Base.
Dada la gravedad de su estado, los doctores Pearl Durden y Curtis deciden intervenir quirúrgicamente. Piden con urgencia donaciones de sangre y varios trabajadores de la base se personan en el hospital.
Dada la gravedad de su estado, los doctores Pearl Durden y Curtis deciden intervenir quirúrgicamente. Piden con urgencia donaciones de sangre y varios trabajadores de la base se personan en el hospital.
Pese a los esfuerzos, la joven se encuentra en estado comatoso. No ha recuperado la conciencia.
“Mi hermana mayor nació el 18 de noviembre de 1942, por eso le pusieron Hilda. Siempre estaba escuchando música. Le gustaba bailar. Casi todos los días iba al cine. La playa le encantaba. Y vivía en casa de abuelo Paco, que había sido mambí”, dice Rosario.
“El 24 de diciembre del ’57, mi mamá estaba en la casa, recién parida. Cuando vio que era varón, Hilda insistió en llamarlo Fidel. Todo el mundo dijo que era una locura y se armó una discusión muy grande, pero ella la ganó y para mantener las apariencias, sugirió decirle ̒Chiquiʼ.
“Ahí fue cuando mis padres empezaron a sospechar y le registraron el cuarto. Detrás del armario encontraron muchos bonos del Movimiento 26 de Julio, papeles en clave, muchas proclamas de ¡Abajo, Batista!... Dice mi mamá que tenía más de 10 botellas Molotov preparadas, que si llegan a registrar hubieran matado a medio mundo.
“Entonces le botaron todo para el río y le prohibieron salir de la casa. Ella estuvo sin hablarles como 15 días, porque aquello, dijo, costaba dinero. Hasta que, como de costumbre, fue a Guardalavaca con el hermano mayor. Allí le advirtieron. Estaba ʻquemada̕ y el movimiento le ordenó salir de la ciudad”.
Mabel Warneck Heimer es la enfermera de guardia esta noche y la única persona en la sala que habla español.
Cerca de las 12 de la madrugada la joven se despierta. Apenas puede hablar, pero las fuerzas le alcanzan para decir que se llama Hilda Torres, que tiene 16 años y hace casi tres meses se fue de su casa.
Cerca de las 12 de la madrugada la joven se despierta. Apenas puede hablar, pero las fuerzas le alcanzan para decir que se llama Hilda Torres, que tiene 16 años y hace casi tres meses se fue de su casa.
Que se unió a la columna Mariana Grajales y el sábado, 6 de diciembre, como a las dos y media de la tarde, estaba limpiando su rifle y se le escapó un tiro.
Que sus compañeros enseguida decidieron traerla, pero el campamento está muy lejos y el camino es escabroso. Tuvieron que avanzar muy despacio. Por eso demoraron tanto.
Mamy y papi yo me voy para la Habana, yo pertenezco al 26 de julio y tengo que cumplir una misión (…) quizás venga pronto, pero quizás sí me tarde algunos días, un mes (…) No se preocupen por mí, yo se cuidarme. Me despido hasta luego, Hilda.(1)
“La carta estaba en la tercera gaveta de un armarito. Mi mamá empezó a llorar”, recuerda Charo.
“Ese día era sábado, 13 de septiembre de 1958. Hilda dijo que nos iba a llevar a casa de mis abuelos. Mi papá no estaba en ese momento y mi mamá confió. Nos dejó cerca, ‘yo las vengo a buscar después’ y siguió”.
Andaba con una carterita. Sus hermanas pequeñas fueron las últimas de la familia en verla. Georgia tenía diez años, Rosario, ocho, e Hilda quince.
Los desesperados esfuerzos de los doctores Pearl y Curtis han sido en vano. Mabel lo sabe y no se aparta de esta niña, de quien apenas conoce el nombre y su última casa, que fue la Sierra. Esta niña, con el páncreas destrozado por culpa de un proyectil.
De repente, despierta. Pide un poco de agua y le pregunta si tiene la presión normal. Mabel le dice que sí, aunque su expresión compasiva, tal vez, dice lo contrario.
Hilda ya no tiene presión. No puede ver cómo amanece el 8 de diciembre de 1958. Todos lo sienten, sobre todo, la madre de Mabel.
“Cuando triunfa la Revolución, fue un alboroto gigante. Empezaron a llegar muchos rebeldes. Y nosotras contentas porque Hilda venía, Hilda, venía. Pero Hilda no llegó.
“Mi papá se volvió loco. Entre enero y febrero del ’59 tocó todas las puertas: de los rebeldes, de la policía revolucionaria, de los medios de comunicación, de los radioaficionados.
Eddy Suñol fue a mi casa. Me acuerdo porque los muchachos siempre estábamos metidos oyéndolo todo. Pero Hilda no llegó”.
El Comandante Taliaferro localiza a todos los empleados del hospital de apellido Torres. Ninguno conoce a Hilda.
La viuda de Heimer se dirige al capitán Newton para que, en lugar de enviar al cadáver a Caimanera, donde puede provocar un enfrentamiento entre el pueblo y los soldados del ejército de Batista, sea entregado a sus compañeros rebeldes. El capitán accede.
La viuda de Heimer se dirige al capitán Newton para que, en lugar de enviar al cadáver a Caimanera, donde puede provocar un enfrentamiento entre el pueblo y los soldados del ejército de Batista, sea entregado a sus compañeros rebeldes. El capitán accede.
En una cajita blanca con un hermoso crucifijo, que donó alguna persona piadosa, vestido con su uniforme verde olivo, reposa el cuerpo de Hilda. Redactan el acta de defunción, levantan la tapa para ver su rostro por última vez y se la llevan, en el mismo jeep que la trajeron, hacia un lugar desconocido.
“¡En esos momentos, Hilda no tenía junto a ella más madre que yo! ¡Cuán dulce se veía! ¡Parecía que dormía!”, piensa la viuda de Heimer. (2)
“El 15 de febrero, justamente el día del cumpleaños de Georgia, llega el telegrama con la muerte de Hilda. Lo enviaban desde la Base Naval de Guantánamo”, dice Rosario.
En la máquina de Mario del Valle, un vecino “sacamuelas”, va la familia hacia Guantánamo. Llegan a un camposanto rebelde y se dirigen a la única tumba que tiene una cruz. La madre identifica el cadáver, porque el padre no puede.
El padre, sin embargo, habla con los doctores Pearl y Curtis. La entrada del tiro fue por la espalda, le explican. Pero eso ya no importa. Por aquel entonces, en la Sierra los proyectiles volaban como los pájaros silvestres. Hilda lo sabía. Pero era valiente, desprendida y a fin de cuentas, decía Martí, “el que sabe desdeñar la vida, sabrá siempre honrarla”.
Notas
Se respetó la ortografía original de la carta escrita por Hilda Torres.
El relato de lo acontecido en la Base Naval de Guantánamo, así como esta cita, provienen de la carta que envió Marina de la Cotera, viuda de Heimer, al periódico Sierra Maestra, en febrero de 1959.
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