Reflexiones de la Vida

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Con una mirada desafié la vida y al mismo tiempo la muerte. Me creí el rey de mi propia mentira y caminé sin parar por las calles de Holguín dispuesto a alcanzar mi destino que era una huella en el espacio, un acertijo o tal vez el más vil de los sueños.

 

Mi madre siempre me dijo: “ No lo hagas”, con una voz tan dulce como la miel y una paciencia infinita. Su rostro se contraía con cada palabra que brotaba de mis labios: “¿No confías en mí? Muy pronto verás que, sí puedo. Volveré a ti sano y salvo”. La fuerza de su amor es tan grande que nunca lloró. Entre susurros me abrazaba: “mi niño, reacciona, existen muchos obstáculos”. Pero me obstinaba más y más en mis deseos de ir solo a la escuela.

 

Mis ojos estaban casi apagados por la falta de luz, mi corazón latía con la frialdad de las piedras y yo, era feliz con mi uniforme azul que más tarde sería un charco de sangre en el alma.

 

El 25 de septiembre de 2017, después del almuerzo, mi mamá me dejó en el IPU Enrique José Varona con el temor que a cada minuto le hacía palpitar el corazón. “¿Te espero? ”, me preguntó con una sonrisa. “ No. No te preocupes”, le respondí bruscamente. Ella me dijo: “Está bien, pero cuando salgas ve directo a la casa”. Al terminar, sin pensarlo dos veces, avancé hasta un lugar desconocido, lleno de barreras y limitaciones para mí. Era como un laberinto o una montaña, cuya cima toca los cielos.

 

Bultos y bultos de verde naturaleza y de gigantescas paredes me rodeaban. Creí poder y no podía. Tras haber ido a justificar un turno de Educación Física, me encontré perdido en mi propia oscuridad, presa del miedo y la confusión. Me caí en la piscina del Ateneo y nadé en seco, fracturándome así la tibia y el peroné. La sangre se removía bajo la piel como propulsada por una ola de calor y los calambres ascendían en espiral y volvían a descender por mi pierna izquierda. Eran las cinco de la tarde. Un joven que pasaba por allí me trasladó para el Hospital.

 

Al verme en tales condiciones le pedí perdón a mis padres y a Dios. Aprendí que todo en la vida tiene su tiempo. Debía madurar, tener más experiencias y prepararme.

 

Han pasado cinco años. He sentido las paredes asfixiarme y aplastar mi cuerpo. Quiero salir. Quizá sea el momento de agarrar el bastón entre mis manos y explorar la ciudad...

 

No importa que piensen de mí. Soy joven, sí. Pero también, ciego...

 

Hoy le digo al mundo: “No temas. Así como la luna, el sol y el águila que vuela sobre los jardines de mi alma, me levantaré de entre las sombras y conquistaré fortalezas”.


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