Como las secuoyas gigantes
- Por Ania Fernández Torres
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Como a una hija me dolía verlo envejecer y enfermar y el momento de su despedida me sorprendió fuera de Cuba. Lloré tres días seguidos, sola y sin consuelo, aún no he podido hacer palabra impresa ese dolor porque siempre es más fácil hablar del nacer que del morir, de ahí surge esta crónica para evocar al hombre en mi recuerdo, con el abrigo y el pecho abiertos frente a la tormenta, en medio del ciclón.
Nunca fue un extraño en mi casa o un sofisticado político lejano de su pueblo, porque para mis padres,guajiros eternamente agradecidos,aquel hombre, nacido el 13 de agosto de 1926 en Birán, era Dios en la tierra y la forma más común de llamarlo era“El Caballo”.
Sin mucha educación sabían historia viva los míos, de esosprimeros años del tercer hijo del gallego Castro de Birán, del férreo carácter y la religiosidadde Lina, de Fidel en el Moncada, de cómo llegaban noticias de la Sierra Maestra, del Triunfo de la Revolución, de las nacionalizaciones, la campaña de alfabetización, la Crisis de Octubre, el bloqueo navaly otras odiseas.

Era tiempo de narración oral, ese que tanta falta les hace hoy a las familias cubanas, en el cual mi abuelo materno se enorgullecía de haber militado en las filas del Partido Ortodoxo al mismo tiempo que el Comandante y mi abuela paterna de haber confeccionado brazaletes para el movimiento 26 de Julio.
Ese amor fue semilla fuerte, germinó y creció en mi corazón con cada acción revolucionaria, con cada profético análisis de asuntos complejos y por supuesto con cada ciclón, mientras lo veía descender del Jeep en las zonas más impactadas o en la televisión “comiéndose” a preguntas a Rubiera, como quien quisiera enlazar y arrastrar fuera de su tierraal fiero huracán.
Gusto de evocar a ese Fidel de barba hirsuta, mirada picara, manos elegantes, uniforme impecable, charretera inconfundible y créalo o no, por esos insondables vericuetos de la mente humana, aunque dejó de fumar en los 80’, siempre viene a mi pensamiento envuelto en humo y con un Habano entre los dedos.
Si dudo o siento que no me alcanzará el aliento para la siguiente batalla recuerdo aquella lapidaria frase suya: “La Revolución es, antes que todo, ese anhelo de hacer el bien a todos los seres humanos; el anhelo de hacer el bien al pueblo, el anhelo de hacer el bien, nunca el mal”.

Nadie fue indiferente con Fidel, bien lo saben, incluso, sus detractores, quienes brindaron con champan e hicieron fiesta aquel viernes 25 de noviembre del 2016, sin detenerse a pensar que 90 años es buena edad para un cuerpo que resistió más de 600 intentos de asesinato y el alma fuerte que habitó en el soloabrió la puerta y se marchó de esta tierracuando quiso y rodeada del amor de su gente.
En este agosto, que cumpliría 94, he oído el Fidel en muchas bocas, porque se le extraña y se le busca para el consejo adecuado en estos atribulados tiempos, nada que ver con desconfianza o temor, es algo muy humano, yo tengo a mi padre vivo, lo quiero y lo respeto, pero aún sigo preguntándole cosas en sueños a mis abuelos.
Hay demasiada historia ahí, sabiduría ancestral amasada, como dicen los hindúes en las muchas vidas del alma, que al final devino cordón umbilical invisible entre el pueblo y el hombreque oyó a la hierba crecer y supo que toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz, aunque fue, realmente, colosal como las secuoyas gigantes.



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