José, un nombre de pila
- Por Yenny Torres
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Mientras mi madre se esmeraba en buscar conjugaciones del amor para llamarme; y glasear con cariño sus apodos, sustitutos de la marca impuesta en mi carné (la de la sofocante generación “Y”); mi padre me nombraba, casi siempre, de la misma forma: José.
“Despierta, José; ¿Dónde está José?; José, ven a ver…”, en fin: José. Cualquiera pensaría que quería un hijo varón, pero no era así, estaba orgulloso de haber garantizado “su arroz con gallo”; o sea, de que fuera hembra para que en el futuro lo atendiera bien. Sobras de machismo y a la vez gozo, un coctel propio de los campos y de los guajiros que “ajustan el pantalón”.
Por suerte, siempre fui bastante disciplinada y en el archivo de nalgadas solo registré un cintazo, (por romper la hoja de un libro). Tampoco es que mi padre leyera tanto, pero le molestó mi “rasgo” y decidió “marcármelo” en la conciencia de una manera bien “picante”. Tal vez fue el único instante en el que, por pura coincidencia, se me pudo catalogar como una “Nené traviesa”.
La verdad es que me encantaban los libros, aun sin saber leer; de ahí a que, por la difundida idea de que Martí escribió, leyó, tradujo…, lo que equivale a mucho contacto con el papel, mi padre, en “plan jarana”, empezó a llamarme José.
Ya quisiera yo parecerme a ese hombre. Como en la frase clásica del conocimiento, “diera todo lo que sé por la cuarta parte de lo que sabía Martí”. Pero…, para seguir la historia, cuando descubrí “La Edad de Oro”, desde igual valerosa edad, más se reforzó mi “relación textual” con el hombre que me daba nombre.
Ese libro es un tesoro, y lo deja claro desde su título. Martí, radicado en Nueva York, en momentos nada desocupados, pues estaba en medio de sus acciones para conquistar la independencia de Cuba; en 1889, sin olvidar sus actos para formar conciencias y valores, lo saca a la luz.
La revista se publicaría una vez al mes. En ella, los niños, a los que concebía como “versos vivos”, hallarían ante la duda propia de su edad, lo curioso y valeroso del momento. Contó con cuatro números de 32 páginas cada uno, pero al terminar sus ediciones, a iniciativa de Gonzalo de Quesada, se reunieron en el tomo que hoy conocemos. La ruptura de la maravillosa serie se debió a que su propietario quiso que el editor escribiera algunos textos para sembrar temores en los niños y este se opuso a la propuesta.
Atractiva en diferentes etapas de la vida, por la forma en que se dirige a los lectores, sin nimiedades o noñerías que, en ocasiones, distinguen otros títulos de autores dedicados a la literatura infantil. “Para los niños es este periódico, y para las niñas, por supuesto. Para eso se publica La Edad de Oro: para que los niños americanos sepan cómo se vivía antes, y se vive hoy… Así queremos que los niños de América sean: hombres que digan cómo piensan, y lo digan bien: hombres elocuentes y sinceros”, apuntaba.
Cuentos, poesías, crónicas, anécdotas fueron escritas por Martí para ofrecerles ideas acerca de cómo ser cada vez mejores, útiles, sinceros, inteligentes, felices. En La Edad de Oro no hubo ninguna línea de frivolidad ni distracción vacía. Todo estuvo bien hilvanado. En sus relatos se aprecia que, pese a la diferencia en los estratos sociales, el dolor ante el amor humano nunca podrá ser distinto.
Tanta importancia colocó en los pensadores antiguos, como en quienes procesaban la cuchara y el tenedor. Los pequeños aprendían a verse en el espejo de los grandes hombres, como en la descripción fabulosa de los Tres Héroes y al mismo tiempo en la presencia de los hombres en la historia de sus originales y respectivas casas.
“Porque es necesario que los niños no vean, no toquen, no piensen en nada que no sepan explicar… y el hombre no ha de descansar hasta que no entienda todo lo que ve.” Hoy, cuando a cada rato echo mano a “La Edad de Oro” para entretener y enseñar a mi pequeña, y ella me colma de porqués, no puedo dejar de recordar al hombre que me daba nombre, ni los tiempos en que para mi padre yo era José.