El Presidente Viejo

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Volver la vista al pasado cuando la situación actual demanda fijarla en el futuro, parecería absurdo. Sin embargo, es en los tiempos que ponen a prueba nuestra fortaleza como nación cuando se vuelve necesario aferrarse a la historia y a las figuras que siempre han representado la dignidad, el coraje, la convicción.

También sería ridículo creer (o sentir) que estos son los tiempos más difíciles, o los ´90 tal vez. La historia de Cuba se conformó a través de tiempos difíciles. A fin de cuentas, nacimos como una colonia de España. Un no-país, oprimido y generalmente en crisis.

En ese contexto, los cubanos que sentían con entraña de nación, decidieron luchar. Iniciaron un cambio que demoró más de un siglo en cuajar, pero finalmente consiguió su objetivo: un país verdadero y verdaderamente independiente.

El 18 de abril, hace 200 años, nació uno de esos hombres que construyeron el destino de Cuba. Hoy, celebramos la vida fecunda de Carlos Manuel de Céspedes.

El Padre de la Patria lleva sobre sí la gloria de haber iniciado las luchas por la independencia. El 10 de octubre de 1868, cuando otros temían, dudaban, convirtió su ingenio Demajagua en el escenario primero de la Revolución.

“Y no fue más grande cuando proclamó a su patria libre, sino cuando reunió a sus siervos, y los llamó a sus brazos como hermanos”, escribió José Martí.

Una noche de fiesta mambisa, se le acercó una mujer negra como la noche misma. Una antigua esclava. “Mi presidente, mi amo, nosotros venimos aquí a bailar siempre para divertirlo a usted”, le dijo. Céspedes respondió: “Hija, yo no soy tu amo, sino tu amigo, tu hermano”.

Llegó a ser el Presidente de la República en Armas. La figura más importante del momento. Y lo había ganado con méritos propios.
 
La guerra, sin embargo, no es ese conjunto de combates, expediciones y asambleas cuyas fechas memorizamos en las aulas, ni son lineales como guiones prescritos sus causas y consecuencias.

La guerra es la vida trastocada en necesidades, miedos, incertidumbres. El carácter humano puesto al límite, que a veces triunfa y otras destruye. Para Céspedes no fue distinto.

Padeció el egoísmo, el odio, las intrigas de los hombres. Las contradicciones que los delegados pusieron sobre la mesa en Guáimaro terminaron provocando su destitución, en octubre de 1873.

“¡Infames! Para oscurecerme o deshonrarme tendrían que rasgar más de una página de la historia”, se desahogaba en su Diario Perdido, como lo titulara el historiador Eusebio Leal.

El 12 de noviembre de ese año, anotó: “Veo la suerte de Cuba independiente demasiado dudosa y carezco hoy de datos para confiar en penetrarla. (…) Quizás mi único porvenir sea padecer por ella. (…), ¿por qué no encontraré el reposo muriendo por mi patria?”

Y el 29 de enero de 1874: “Me he levantado triste, pensando que nunca más volveré a ver a las personas que amo y que mis hijitos ni siquiera habrán conocido mis cabellos y mi barba…”

Le habían impedido salir de Cuba para reencontrarse con su esposa, Ana de Quesada, y sus pequeños jimaguas. No sabía entonces que la muerte había fijado cita con él para el 27 de febrero.

El más universal de los cubanos describió así los instantes finales del Padre de la Patria: “Baja de la presidencia cuando se lo manda el país, y muere disparando sus últimas balas contra el enemigo, con la mano que acaba de escribir sobre una mesa rústica versos de tema sublime”.

Sorprendido por los españoles en San Lorenzo, en la Sierra Maestra, Céspedes intentó suicidarse con el revólver. No pudo, y disparando aún, se lanzó por un barranco. “Como un sol de fuego que se hunde en el abismo”, diría Manuel Sanguily.

El fin fue solo físico. El propio Céspedes había escrito a su esposa: “he hecho lo que debía hacer. Me he inclinado ante el altar de mi patria en el templo de la ley. (…) Mi conciencia está muy tranquila y espera el fallo de la historia”.

Todos lo sabemos: la historia falló a su favor.
 
 
 

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