Buen provecho

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Aquella mañana se levantó con el pie izquierdo. Y salió de la casa de la misma manera. En fin, que el zapato derecho no le ajustaba de ninguna forma, y aun así decidió darse el gustazo.
 
 Estaba cansada de la comida balanceada (no por la variedad y calidad de los alimentos, sino por degustarla en el balance frente al televisor). Por eso, salió a comer fuera, aunque debió hacer caso a la señal matutina.

Al llegar al restaurante intuyó que algo raro pasaba… Algo para lo que, sicológicamente, no estaba preparada. No había cola, ni matasón, ni barullo. Sí había una esbelta portera, con cuidado uniforme y una sonrisa sincera en los labios que la invitó a pasar al establecimiento cortésmente.

Aquello le pareció inaudito. Hacía algún tiempo que no la trataban de semejante manera. Mas, sin alterarse, rezó en silencio para que las cosas le fueran mejor una vez dentro.

Aunque aquel no era un local de los recién inaugurados, sus trabajadores tenían la insolencia de mantenerlo como nuevo, con sus paredes bien pintadas, sus cortinas desempolvadas y una decoración que de tan bien lograda, afectaba su ya instaurado mal gusto.

A un nivel adecuadamente molesto se escuchaba la voz del Benny Moré en tiempo de bolero. Mientras, ella extrañaba los ya consagrados hits reguetonísticos del momento.

Cuál no sería su sorpresa, cuando dispusieron para ella una mesa cubierta por un mantel finísimo de color blanco, sin vestigios de manchas que revelaran el menú escogido por los comensales anteriores. Sobre ella estaban situados majestuosos y pulidos los cubiertos, sin faltar uno, al igual que las copas perfectamente elegidas y ubicadas según su misión. La escena era una total falta de respeto para una clienta como ella, acostumbrada a otro tipo de trato.

El atropello vendría inmediatamente después, cuando la camarera (que no mascaba chicle ni tenía cara de pocos amigos) la atendió con prontitud y le ofreció gentilmente la carta. En ella no había tachaduras, ni borrones, ni papeles doblados o pegados sobre lo que hubo y “ya no nos queda”. De todo quedaba; y ella allí, sin poder creer semejante derroche. Los precios le parecieron increíbles, desmesuradamente al alcance de todos los bolsillos, incluso, de los más modestos.

Aunque un poco incómoda por los sucesos descritos, decidió hacer el pedido. Estuvo algo indecisa al principio, pero la camarera ni siquiera se inmutó por su demora. Sonrió en su propia cara y le recomendó la que, para ella, era la mejor oferta de la casa.

Prontamente llevaron a la mesa su demanda. ¡Qué agonía en aquel momento cuando descubrió que la comida estaba caliente y el agua fría!, ella que ha estado habituada a lo contrario.

Sin poder contenerse, mandó a buscar al administrador sin esperanzas de que apareciera, habidas cuentas de que aquel era un domingo feriado. Sin embargo, él estaba allí, presto a escuchar y tratar de resolver amablemente las insatisfacciones de sus clientes. Le desconcertó tanto su presencia que se quedó sin palabras y desistió de tal reclamación. “Si tengo tiempo, -se dijo- escribiré algo en el Libro de quejas y sugerencias”, que tan visiblemente estaba ubicado en aquel recinto.

Sin dar crédito a lo que veían sus ojos, se percató de que los empleados la ponían ante una cruel disyuntiva. De postre había más que mermelada de frutabomba y debía elegir entre una variedad casi infinita de estos platos industriales y caseros. Finalmente se decantó por el helado. Para su ingrata sorpresa, en vez de obtener una copa derretida de aquel producto, mereció sendas bolas de helado completamente redondeadas y rellenas.

Recibió la cuenta con desgano y suspicacia, presta a salir corriendo de aquel lugar donde había sido tan extrañamente atendida. En ella todo estaba adecuadamente escrito y calculado, sin una cerveza de más, sin un plato fuerte de más, sin un centavo de más. Entonces no supo qué hacer con la propina, ella que siempre estuvo acostumbrada a dejársela obligatoriamente de esa manera.

Para la despedida la insultaron con un “que se repita la visita”. Y lo haría, pero cuando despertó, el restaurante ya no estaba allí.
Rosana Rivero Ricardo
Author: Rosana Rivero Ricardo
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Rosana Rivero Ricardo. Periodista 25 horas al día. Amante de las lenguas... extranjeras, por supuesto. Escribo de todo, porque “la cultura no tiene momento fijo

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