Esos motivos de Kika
- Por Mariluz Mora, estudiante de Periodismo.
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Tenemos, por primera vez en mucho tiempo, un cachorrito en casa. Mi abuela nos dijo que somos unos tercos, que nos gusta pasar por el mismo dolor una y otra vez. Hace poco menos de un año perdimos a una perra adulta, la teníamos hace 8 años.
Recuerdo que yo empezaba la secundaria cuando llegó. No sé bien el motivo por el que le pusimos Kika. Pero sí conozco varias cosas de ella: tenía las patas largas, la piel llena de manchas y gustaba de, en los meses de frío, colarse en la cama, por debajo de la sábana. Avanzaba poco a poco, a lo largo de la noche, hasta llegar a acurrucarse en tu pecho. Una vez ahí buscaba con cuidado acomodar el hocico contra el cuello, escondida totalmente. Solo ahí se dormía. Y suspiraba, muchas veces entre sueños, como diciendo, sí, esta es mi cama. Tu pecho, tu respiración y tus latidos. Esa es mi casa.
Quizás esos motivos de Kika, esos recuerdos pequeños, ese suspirito suave que guardo en la mente y esas manías de buscarla cada vez que llegarla a casa —¿Y dónde está Kika? decía— es lo que nos lleva aquí hoy. Somos gente que quiere a los animales como familia, dice mi mamá. Y que tratamos sus enfermedades como emergencia y sus dolores como tragedias y sus perdidas como vacíos. No lo niego: perder a Kika supuso un silencio de meses en que no nos atrevíamos a llamar a la puerta para no sentir atrás la ausencia de sus latidos. Un luto real, doloroso, que llevó cada faceta de las pérdidas consigo.
No es que no hubiéramos sabido que su vida era efímera. Una mascota significa apenas un fragmento de nuestras vidas, bastante somos consciente de eso. En mi caso, Kika significó la turbulenta etapa de la adolescencia. Vio entrar por la puerta todas mis facetas: olisqueó libros y discos, mi guitarra y mi violín, el gran álbum de fotos de quinces, los primeros tacones que me probé. Le ladró a mi primer novio y también enloqueció cuando en la noche de mi cumpleaños llegaban mis amigos. Vivió conmigo llegadas y partidas, muchas antes de la suya.
Lo curioso era que por muchas cosas que se marchaban, Kika siempre quedaba, con su compañía, sus cuidados y sus rutinas. Sus latidos, sus suspiros y sus silencios. Sus temblores con las tormentas y sus patas marcadas sobre sábanas blancas. Su colcha y sus juguetes y sus correas y la sandalia que mordisqueó cuando tenía meses de edad y la cama que le regalamos y nunca usó porque siempre estaba en la nuestra.
Y tantas huellas y lugares en los que nos acostumbramos a que estuviera y cosas que siempre sabíamos que hacía hasta que un día no estuvo ni hizo.
Lo que pasa luego de ella es algo que no sabría explicarle a nadie que no haya querido a un animal como familia y que comprenda que sienten y viven y buscan y conocen y quieren tanto como uno, pero quizá más primitivo, más suave, más rápido y fuerte porque a ellos los días les cuentan más y es como si supiera que te tienen por muy poco.
Por eso confían rápido, se entregan rápido, mueven rápido las colas y las patas. Por eso corren cuando te ven y sienten tanto que no le cabe en el cuerpo y ladran y gritan y te reciben como si no te hubieran visto en tanto. Se siente como segundos para nosotros. Es una vida para ellos.
Ha pasado un año humano. Siete años perrunos según algunas leyendas. Ahora tenemos un nuevo perrito en casa. El otro día lo vi acurrarse en el pecho de mi papá. Y pensé, por un momento, en lo tercos que somos por volverla a buscar. A Kika, a su forma de querer y sobre todo, la forma en la que la queríamos a ella.