Infancias robadas por el genocidio: ¿cuál es el precio a pagar?

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¿Qué significa “genocidio”? Se define como el intento deliberado de destruir, total o parcialmente, a un grupo étnico, nacional, racial o religioso. Esta definición es clave para reflexionar sobre la situación actual del conflicto entre Israel y Palestina, que se ha prolongado durante más de siete décadas. Vista a través de este sombrío lente, donde las consecuencias se sienten más intensas en la vida de los niños palestinos, el precio que pagan es alto: son vidas, cuerpos e infancias borradas ante las miradas del mundo.

Las raíces del conflicto se pueden rastrear hasta finales del siglo XIX, cuando el movimiento sionista comenzó a abogar por un hogar nacional judío, entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, en la región de Palestina, considerada sagrada para musulmanes, judíos y cristianos, y que pertenecía por aquellos años al Imperio Otomano, ocupada mayormente por árabes y otras comunidades musulmanas.

La Declaración de Balfour de 1917 por parte del Reino Unido apoyó esta idea, lo que llevó a un aumento de la migración judía a la región. Sin embargo, esto generó tensiones con la población árabe-palestina, que veía su tierra amenazada. La situación se intensificó tras la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, cuando muchos judíos buscaban refugio en Palestina. En 1947, la ONU propuso un plan de partición que dividía al territorio en dos estados, uno judío y otro árabe, pero fue rechazado por los árabes, llevando a la guerra de 1948 y la creación del Estado de Israel. Durante este conflicto, cientos de miles de palestinos fueron desplazados forzadamente, perdieron sus hogares, elementos que confirman la definición de genocidio, ya que buscan erradicar una identidad nacional.

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La dimensión religiosa del conflicto es igualmente significativa. Jerusalén, una ciudad sagrada para judíos y musulmanes, se ha convertido en punto focal de tensión. Para los judíos, es el lugar del antiguo Templo; para los musulmanes, es el hogar de Al-Aqsa, el tercer lugar más sagrado del Islam. Las disputas sobre el acceso y el control de estos lugares han alimentado el odio y la violencia. Esta lucha por la tierra no es solo territorial; es una lucha por la identidad y la existencia misma, lo que aumenta aún más el sufrimiento del pueblo palestino.

Socialmente, el conflicto ha creado divisiones profundas. Las comunidades palestinas han enfrentado desplazamientos, ocupación y limitaciones en sus derechos, lo que ha generado un sentido de injusticia y resistencia. A su vez, la seguridad y la identidad del pueblo israelí también están en juego, ya que muchos ven el establecimiento de un Estado palestino como una amenaza a su existencia. Estas dinámicas han llevado a ciclos de violencia y represalias que afectan a todos los estratos de la sociedad. Sin embargo, nada es ni será suficientemente válido para justificar el impacto en el pueblo, y particularmente en los más vulnerables, que no son responsables de decisiones gubernamentales.

Para que haya una oportunidad de paz duradera, los israelíes tendrían que apoyar un estado soberano para los palestinos que incluya a Hamás, levantar el bloqueo a Gaza y las restricciones de movimiento en Cisjordania y Jerusalén Oriental. Los grupos palestinos deberían renunciar a la violencia y reconocer al Estado de Israel y se tendrían que alcanzar acuerdos razonables en materia de fronteras, asentamientos judíos y retorno de refugiados. Sin embargo, desde 1948, año de la creación del estado de Israel, muchas cosas han cambiado, en especial la configuración de los territorios en disputa tras las guerras entre árabes e israelíes. Para Israel, eso son hechos consumados, para los palestinos no, ya que insisten en que las fronteras a negociar deberían ser aquellas que existían antes de la guerra de 1967.

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Pero quizás el tema más complicado por su simbolismo es Jerusalén, la capital tanto para palestinos como para israelíes. Tanto la Autoridad Nacional Palestina, que gobierna Cisjordania, como el grupo Hamás, en Gaza, reclaman la parte oriental como su capital pese a que Israel la ocupó en 1967. Un pacto definitivo nunca será posible sin resolver este punto.

Mientras tanto, el tiempo sigue pasando y a su vez aumenta la crisis, Israel sigue atacando con el apoyo del gobierno de Trump, quien el lunes salió de las conversaciones con el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, afirmando que el fin de la guerra en Gaza estaba más cerca que nunca después de que Netanyahu aceptara un plan de 20 puntos que establece los parámetros de un alto al fuego. La propuesta que Trump presentó públicamente por primera vez aún requiere la aprobación de Hamás.

No es una propuesta detallada sobre cómo poner fin a la guerra e implementar una gobernanza posbélica para Gaza, sino un marco, o “principios”, como lo definió Trump, para futuras negociaciones mediadas. Es un acuerdo integral que exige la liberación de rehenes y prisioneros con la retirada parcial de las tropas israelíes. Pero en muchas partes, el plan carece de claridad (algunas cláusulas tienen solo una frase) precisamente en los aspectos donde Israel y Hamás discutirían sobre los términos. En ese sentido, este último suceso no representa el fin de la guerra, sino una base para reanudar las negociaciones, negociaciones donde los verdaderos afectados no parecen tener voz.

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Como si fuera poca la crueldad demostrada, este miércoles, la marina israelí empezó a interceptar los barcos que se acercaban como parte de La Flotilla Global Sumud que transportaba ayuda humanitaria hacia Gaza, y a detener a los más de 400 activistas que viajaban en ellos. El Departamento de Estado de EE.UU. condenó la flotilla, calificándola como “una provocación deliberada e innecesaria”, cuando en estos momentos el pueblo de Palestina grita en mayúsculas la necesidad de ayuda. ¿Hasta dónde puede llegar el cinismo estadounidense-israelí ante esta situación?

Según cifras oficiales del Ministerio de Salud de Gaza y de las autoridades israelíes, hasta septiembre de 2025, más de 67 mil personas habían muerto en la guerra. La gran mayoría de las víctimas han tenido lugar en la Franja de Gaza, donde los bombardeos que Israel ha lanzado han provocado la muerte de al menos 19 mil 424 niños y más de 10 mil mujeres, a los que se suman más de 165 mil 697 heridos (incluidos al menos 40 mil 500 niños y 19 mil mujeres) y más de 14 mil 400 desaparecidos, lo que elevaría la cifra de fallecidos aún más.

Se trata de la mayor pérdida de vidas humanas desde que se tiene registro de conflictos entre Palestina e Israel, siendo las mujeres y los niños las principales víctimas de los ataques israelíes. Según cifras de la Organización Mundial de la Salud (OMS), un total de 902 familias han sido destruidas en su totalidad, sin que quede ni un solo miembro vivo; mientras que de otras, mil 364 solo ha quedado una persona. Estas estadísticas no solo representan la pérdida de vidas, sino el profundo trauma emocional que afecta a quienes sobreviven.

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Los asesinatos en masa son dirigidos contra niños en todas las etapas, desde los fetos en el vientre de sus madres hasta los bebés prematuros en unidades neonatales y aquellos de hasta 18 años de edad, además provocan daños psicológicos al dejarlos huérfanos, discapacitados, sin acceso a educación ni atención médica, ni siquiera al alimento. Los niños palestinos crecen con el trauma de la guerra y la ocupación, el desplazamiento forzado y la violencia sistemática, enfrentando una realidad donde sus sueños son aplastados por una máquina militar que parece no tener fin.

¿Por qué bombardear a un pueblo que solo implora paz, comida y un techo? Si bien la guerra es un hecho que en la actualidad no genera sorpresa, jamás debe normalizarse. La violencia no es una solución, y menos cuando se apunta al blanco equivocado. Es urgente y necesario que se actúe para poner fin a este sufrimiento interminable; que las organizaciones hagan su trabajo y los gobiernos se humanicen.

Las voces de los niños, que claman por paz y seguridad, se pierden en medio del estruendo del conflicto. Ellos nacieron para perseguir sus sueños, no para luchar por un poco de comida ni por un lugar al que llamar hogar. La única que sale perdiendo en esta, como en muchas otras guerras, es la humanidad, al demostrar que los intereses de particulares están por encima del bienestar social y los derechos humanos.


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