El de la vanguardia

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Hay una foto donde aparece bien jovencito, sin barba. Es 1 de octubre de 1953, en Nueva York. Camilo Cienfuegos trabaja en lo que aparezca. Se fue de Cuba poco antes de la gesta del Moncada. Anda asaltando sus propios problemas personales: dificultades económicas y líos con la dictadura. Cuando Fulgencio Batista dio el golpe de estado, Camilo fue a la universidad a procurarse armas y se la pasaba de protesta en protesta, hasta que se le cerraron las puertas. “Por comunista”, decían.

Regresó a Cuba en el '55, desde México. Lo había detenido el Departamento de Inmigración de San Francisco y deportado hasta el suelo azteca. No duerme el hombre justo cuando se quiebra la paz de su Patria. Y regresó a la lucha clandestina, a las manifestaciones. Golpeado y fichado, emigra nuevamente. Y allá se entera de que un grupo de cubanos está buscando cómo regresar a la Isla para hacer una guerra, porque ya la politiquería le quedaba pequeña a una tierra donde la independencia se luchó a filo de machete.

Del grupo de expedicionarios conocía a Reinaldo Benítez, de cuando ambos coincidían para almorzar en una fonda de la calle Neptuno. Pero convencer a Fidel Castro de incluirlo en el viaje no fue cosa fácil. Una cicatriz en la pierna, por los avatares de la clandestinidad, no era suficiente carta de presentación. Entre Benítez y René Rodríguez logran convencer a Fidel de que el flaco era un hombre de ley, un poco jaranero, pero de probado coraje. Y fue el último en sumarse a la expedición.

El señor de la vanguardia, el hombre que limpiaba la maleza de los trillos, que tenía el primer contacto con los enemigos y era el último en irse, porque a los de la vanguardia les tocaba dar digna sepultura a los caídos e incorporarse a toda prisa a la cabeza de la marcha, para seguir enfrentando de primeros los peligros de la montaña.

Uno de sus compañeros de guerrilla, Walfrido Pérez, relata que Camilo traía un nailon para cubrirse. Colocaba la hamaca un poco más alto que los demás, para que los que estuvieran debajo no se mojaran si llovía. Además, traía una cazuela enorme, cuenta Horacio González Polanco, para recoger la comida que sobraba. Así, cuando apretaba el hambre, aparecía con su reservita y la compartía.

A Fidel le fue leal con todo su espíritu. Jorge Enrique Mendoza, fundador de Radio Rebelde, relata una ocasión en que, en medio de un discurso del Comandante en Jefe, sonó el teléfono. Era una llamada de alguien que quería hablar con Cienfuegos. “Jamás podré olvidar la respuesta de Camilo: 'cuando Fidel está hablando, lo único que debe hacer un revolucionario es oírlo'”.

Andaba siempre gastando bromas: el submarino en las montañas de Villa Clara, la ocasión en que tumbó al Ché de la hamaca, los corazoncitos en la almohada de Vilma. Su temperamento jamás lo derribó el monte. Debe ser por eso que el pueblo de Cuba nunca dio por terminada su búsqueda; lo imagina gastando una broma bien larga, escondido detrás de alguna nube, de la que se volverá algún día y sonreirá para todos.


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