EPD

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mujer soledad

Yo maté a la China, y confieso que lo había intentado antes. No fue homicidio, sino asesinato, por eso lo admito, fui la asesina. Hace tiempo la observaba, conocía sus deseos frustrados, la risa fraccionada… Pedía a gritos vestir su cuerpo con las mustias y usadas letras: EPD.

A la vista de todos tenía una vida perfecta, por eso me cuestionan: una casa, lindos muebles, enchapes, anaqueles, lumínicos, refrigeración, las mejores cortinas uruguayas… Y a él, aparentemente, lo tenía a él; quien era querido por su apariencia, aparente.
Era fácil pensar que habría que “darle candela como al maca´o para sacarla de allí”, como le expresaron una vez; pero el refranero no siempre encaja.

Dicen que hay un tipo de tristeza que no te hace llorar, es como una pena que vacía por dentro, inexplicable, indescriptible, que te deja pensando en todo y en nada a la vez, como si ya no fueras tú, como si te hubieran robado un trozo de alma. Cuando esa tristeza se vuelve transparente en el rostro es muestra que cambió de grado, que se impone la fase terminal, y yo la terminé.

Aunque le molestara deslizar la plancha tres veces por la misma camisa, porque él inventaba arrugas de inconformidad; aunque tuviera que cargarle el agua para que se bañara; entregarle su salario, obviar la ropa… (porque el armario estaba lleno, aunque fuera solo de las prendas de él); lo peor era el desprecio.

Nada como verse obligada a abortar y oír ofensas en lugar de abrazos cuando se volvió recurrente el hospital.

“¡Pobre...pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa en la mirada. Hay golpes en la vida, tan fuertes...”

¡Ay, los heraldos negros! Él es el verdadero culpable, una especie de veneno lento, que mata con los días.

Yo le hice un favor a la China, el más grande, y nadie lo sabe. Creen que ese día la maté, pero realmente la traje de vuelta del infierno, la resucité para que pudiera En Paz Descansar, soñar, crecer, vivir. Para que pudiera extraer su mejor versión, se superara a sí misma.

¿Cómo lo hice? Sencillo, me alié al tiempo. Como la unión de sedimentos que llegan a tupir el cauce, como el cáncer progresivo, o la lenta fricción que desgasta, los minutos se encargaron de mellar hasta el respeto.

Por eso, que viera sus pertenencias rodar en un saco escalera abajo, y que no tuviera la oportunidad de quedarse ni con sus plantas, por la simple razón de estar sembradas en un traste abandonado por él, irse sin saber a dónde, y aún así salir con la frente en alto, con la sensación de que perdiendo ganaba, fue el “tiro” final.

Con cada paso por aquellos escalones se desangraba La China, que, como su apodo, tenía los ojos demasiado cerrados; y en medio de aquella oscuridad, veía la luz al final del túnel, del hueco o como quiera llamarse al proceso en el que se renuncia a la sombra.

La “maté” para que viviera. Para que le volvieran los colores al rostro, añadiera un par de libras de alegría al cuerpo. Para que lograra brillar, se sintiera optimista, orgullosa de poder escoger, de gozar las salidas truncas.

El día que maté la otra versión de la China parecía nublado; pero no era más que un guiño al arcoiris. EPD, más que un epitafio, puede ser una marca de vida, el tatuaje de los días de la China, la Negra, la Blanca, la Mulata... de toda niña o mujer.


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