Ni salvajes ni dichosos
- Por Rubén Rodríguez González
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El libro de cuentos "Salvajes y dichosos", de Rubiel G. Labarta (San Agustín de Aguarás, 1988) lo conocía ya, pues se presentó a concurso en un par de certámenes donde fungí como jurado; ganó el segundo, el Calendario, y al efecto fue publicado por la casa editora Abril, en una hermosa edición, cuya ilustración de cubierta describe de manera óptima las historias contenidas en él.
Inevitablemente, la chica que mira desde lo alto hacia ninguna parte induce ese mismo leve estado de melancolía que provoca la lectura de este cuaderno.
En los relatos de su primer libro de narrativa, el multipremiado holguinero logra sortear y eludir la probable "contaminación" que implica su condición de poeta prolífico, pues tiene escritos y publicados 25 poemarios.
Sin embargo, aludiendo una frase de prosapia garciamarquiana, con la mano implacable con que la guajira rompe el cuello al pollo y lo cercena, Labarta tuerce aquí el pescuezo al cisne de la peligrosa metáfora y la rima inmanente.
Evade, asimismo, la tembladera del exotismo oriental que supone ubicarlos en las antípodas, en la China de los emperadores, la Muralla, el Crisantemo, la Ciudad Prohibida y sus sutilezas aromáticas; también la China de Mao Zedong. Las atmósferas que construye y evoca Labarta están ajenas al polvo milenario e, incluso, a otros polvos; son espacios en su mayoría urbanos, domésticos, íntimos, en los cuales los personajes medran como en cajas de cristal.
A pesar de ser la República Democrática Popular China el espacio elegido para ubicarlos, las criaturas de este cuaderno pueden habitar en cualquier otra latitud: así de universales, básicos y profundamente humanos son los conflictos que les asisten; así van en pos de algo inasible que el autor rehúsa definir; más bien es un observador desapasionado, con independencia del tipo de narrador empleado, que asiste al devenir de las tramas, desgrana sin excesos los argumentos, ofrece el testimonio de varias vacías, nunca truncas.
Historias de relaciones humanas, sin héroes ni villanos, sin culpables ni redención, salvo ese ir y venir, y hasta quedarse quieto, son las de este libro, del cual, lo confieso, son mis favoritos el primero y el último cuento, y es de entender que, hábilmente, este colega de profesión numérica haya dispuesto así su estructura.
En "Los años de la nostalgia", el primero, una mujer madura, profesional, urbanita y cuya terapia consiste en pintar cuadros, narra una anécdota, en apariencia trivial, que le concierne, en un juego de sugerencias y alusiones muy sutil. Alusiones de tipo profesional, humano, relativas a las relaciones interpersonales, lo sociológico, la sensualidad y, se me antoja, también un matiz de velada truculencia, ya a los finales.
En "Bandadas de gorriones", relato que cierra el libro, madre e hija realizan un rito funerario privado que las obliga a viajar en auto a un sitio distante, a la costa, y tal circunstancia las obliga a compartir, alternar puntos de vista, dejar que atisbemos sus emociones como a través de una ventana, de un prisma, y así intentar comprenderlas y dilucidar de qué va el asunto.
Protagonismo femenino múltiple caracteriza los relatos de Rubiel, quien realiza un curioso acto de disección de la naturaleza femenina y una encomiable aproximación a sus motivaciones elementales, apartando lo feminoide para concentrarse en las esencias de lo genérico, lo psicológico, lo emocional, respetuosa y elegantemente, e incluso una asunción, por posesión, del alma "asiática" si tal cosa existe.
La parquedad de recursos estilísticos con que Labarta presenta personajes y conflictos, y avanza rumbo a su resolución, denota innegable oficio literario y dominio técnico, sin dilapidar adjetivos ni dedicar líneas a previsibles distracciones que sugieran un desfoque, o le aparten del acto de narrar un argumento, desarrollar una trama, y dejarnos un poco más perplejos y silenciosos. Lo cual, digo yo, evidencia la fibra del narrador. El hombre que escribe y no la voz que cuenta, valga la aclaración.
Temas recurrentes como la sororidad, la pérdida, el duelo, la maternidad, las relaciones filiales (básicamente, madre-hija), la vejez y las enfermedades mentales laten en estas páginas, tenuemente; donde alterna los puntos de vista de una historia a otra, imperceptiblemente y sin perder el tono pues el logrado tono sobrio, mesurado, es el gran protagonista de este libro. "Globos rojos", por ejemplo, está narrada en segunda persona y utilizando el futuro como tiempo gramatical. "Los años de la nostalgia" utiliza el narrador personaje, en primera persona, y emplea el presente.
La tercera historia, "Plantas ornamentales", hermoso y parco relato sobre la pérdida de un embarazo y sus antecedentes y consecuencias, con final esperanzador, usa el narrador omnisciente y cuenta en pretérito... Y así, de uno a otro, sutilmente, susurrando, como quien da puntadas, en un ejercicio de concentrada contemplación nostálgica. El mismo que se agudiza en "La mecánica del deseo", de los pocos donde asoma un erotismo errático, inexplicable; el que permea pero con tozudo matiz optimista, resiliente, ese jirón, más que cuento, "Juncos movidos por el viento", donde se refiere con frialdad cuasi catatónica, que sugiere el trauma del narrador protagonista, un accidente automotor. Así como trauma y terapia de una médico militar animan "Hasta el fin de los tiempos", otro relato en segunda persona.
Recuerdo que escuché a Rubiel Labarta leer uno de sus cuentos, no contenido en este libro, durante un jornada del Premio Celestino. Versaba aquel sobre dos personajes, madre e hija, que convivían y padecían ambas de Alzheimer, y cuya existencia se había convertido, en virtud de su enfermedad en la repetición inevitable de acciones y de diálogos.
Me conmovió no solo la historia en sí, porque a uno el oficio lo vuelve un desalmado consumidor de estructuras, sino la manera metódica, racional, coherente de describir un estado de la mente y del alma; la capacidad de discernimiento y concentración necesarias para hacerlo.
Son virtudes que asisten al autor que presentamos hoy y a este libro, donde concurren tales virtudes y que les sugiero compren, sin apurarse, y lo lean discretamente, sin aspavientos, tal como son las historias que lo habitan, como la anticlimática vida real, donde nada disloca el acompasado engranaje de las horas.