Martí, creado por la mano de un desconocido
- Por Noemy Marrero / Estudiante de Periodismo
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Transcurre la década de 1890. Arthur Conan Doyle publica Las Aventuras de Sherlock Holmes. Paul Gauguin termina su cuadro ¿Cuándo te casas? y Piotr Chaikovski la música de El Cascanueces. Nace César Vallejo. Walt Whitman muere en Nueva Jersey, y a 126 km, meses antes de aquel suceso, Martí posaba ante un desconocido, que en óleo sobre tela pinta un retrato de medianas proporciones que constituiría el único que en vida se le haría al Maestro.
Llega el siglo XIX y aproximadamente tres millones de suecos emigran tras la depresión económica que asolaba a la población rural de Europa. Así llega a los Estados Unidos Norman Herman, un hombre que sobreviviría en las calles de Nueva York pintando retratos o quizás paisajismos. Hasta el cuarto piso del edificio de 120 from Street llegó el artista a reflejar con su pincel al romántico de Nuestra América.
Martí, amigo de Federico Edelmann, Enrique Estrázulas, y el creyonista Guillermo Collazo decide ser pintado en aquel año de tsunami cultural por el sueco, que apenas se conocía. Su espaciosa frente, sus ojos rasgados y llenos de luz eran la magia de aquella notoriedad.
Ante su mesa de trabajo posa el Apóstol, lugar donde escribía versos pulcros y preparaba la guerra redentora. El tiempo corría, Herman Norman daba color a su obra, no faltaban pláticas por parte de Martí. No tengo certeza de la conversación que ocurrió en aquel local, pero sí de la facultad de disertar del Maestro, y puedo afirmar que no faltaron en sus intervenciones, sus palabras frescas y certeras. La obra lo muestra, algo de simpatía existía entre el artista y el modelo.
Su figura salta de entre los libros que le escoltan; prefiero imaginar entre la muchedumbre de obras literarias aquella edición de El Cuervo, de Edgar Allan Poe, Las noches, de Musset o La Biblia.
Entre sus dedos toma la pluma nada forzada, sobre una hoja que espera la apasionante presión que no conoce descanso. Martí no era ya aquel niño que fue fotografiado a la edad de 16 años, ahora revelaba madurez, su frente abovedada, sus ojos como quien guarda el cúmulo de los años, su boca se ocultaba tras poblados bigotes.
No sabemos cómo llegó Norman Herman hasta aquel despacho; ni cómo conoció al Apóstol, pero sí la trascendencia de este cuadro, al ser el único retrato que se le hizo en vida y que constituye una excelente muestra dentro de su iconografía.
El lienzo estuvo bajo la custodia de Amelia, su hermana, quien lo atesoró hasta el año 1925. Hoy se conserva como parte de la colección del museo de su casa natal.
Crecí con aquella posee de escribiente del Apóstol, en el fondo de mi aula primaria, en las páginas de los libros académicos, en la televisión. Hoy no lo puedo concebir de otro modo que con la pluma en mano y esa profunda mirada que deja ver un universo.
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