Cultura de los días
- Por Rubén Rodríguez González
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Mi hermana, en Pensilvania, Estados Unidos, cocina casi todos los días potaje de frijoles y tostones de plátano macho; a veces, harina de maíz con huevo frito. Celebra con cerdo asado, congrí de frijoles negros, desgranado como el de mi abuela, “cristalina” yuca, ensalada de aguacate. Dice que es el menú perfecto para que su hija crezca fuerte y sana. Eso mismo pensaba mi madre hace cuarenta años, en San Marcos de Auras, Cuba. Ambas piden a San Judas Tadeo, patrón de los imposibles, en caso de necesidad.
Dondequiera que estemos, llevamos como segunda piel la cultura; esa que erróneamente suele identificarse exclusivamente con lo artístico. Sin embargo, dicen los que saben que el concepto de cultura abarca toda la producción material y espiritual de un pueblo.
De ese modo, es cultura todo lo hecho por el homo sapiens: desde la macana hasta el famoso telescopio Hubble; del papalote al Airbus A350-1000, del dulce de guayaba a Pink Floyd, de las líneas de Nazca a los pulsos de las centrales telefónicas, de las soberbias catedrales góticas a los edificios “Girón”, de la Monna Lisa al grafiti, del espiritismo de cordón y la máquina de vapor a la Gran Muralla China y El Capital.
La cultura es resultado de la evolución histórica y social y es, como la lengua, un organismo vivo que incorpora las nuevas producciones. La cultura muta, cambia, pero la raíz permanece. “Injértese en nuestras Repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras Repúblicas”, escribió José Martí, el más universal de los cubanos.
Como cultura es “todo”, comienzo a preguntarme si debo escribir sobre viandas, más allá del catálogo de “frutas selectas” de Silvestre de Balboa en su Espejo de paciencia -la primera obra literaria nacional, que protagoniza un negro-; sobre la bandera del Padre de la Patria -que cosió su amada Cambula, quien según biógrafos era rubia platinada-; o si la Empresa Eléctrica tiene que ver con El siglo de las luces, considerada junto a Tres Tristes Tigres, Paradiso y Celestino antes del alba, las novelas más destacadas de la década de 1960 en Cuba.
Por eso me aferro al concepto “reducido”, que identifica lo cultural con las manifestaciones artísticas. Evito los extremos de la cultura de masas o de la célebre pluma que dijera, equivocada, que los genios hacen arte y los pueblos, folclor.
Deseo evitar el periodismo onomástico, que produce contra fecha y plan encendidas crónicas dedicadas a conmemorar aniversarios; pretendo sortear un anuario “laico” que ya supera el Santoral católico en celebraciones. Por ejemplo, esta semana se celebró el Día Mundial del Lavado de Manos.
Quiero recordar aquel 20 de octubre de 1868 en que, según reza la leyenda, Perucho Figueredo compusiera la letra del Himno Nacional sobre el arzón de su montura, incómoda escribanía sin dudas, y el pueblo cantara la encendida exhortación, sobre los acordes de “La Bayamesa.
Al margen de consideraciones más o menos románticas, esa fecha marcada en el inexorable paso del tiempo puso un ingrediente más, de matiz independentista en el crisol de la cubanía.
Mentalmente, viajo a la semilla: imagino las migraciones aruacas rumbo al arco de las Antillas, con música de fondo de Vangelis y la grandeza de las estrofas de Hilda Doolitle, cuando llamó a las islas griegas “blanco collar de las Cícladas”. Luego las carabelas… Después, como cantara Guillén, qué de barcos, qué de negros…
Veo la cultura como un proceso de acumulación, sedimentación y tránsito; como un crecimiento hacia la brevedad y la concreción, hacia la síntesis del alma cubana, aunque sé, a ciencia cierta, que estoy copiando a la Loynaz.
Creo en la mirada autocrítica que se dirige la cultura (artística) nacional, para rectificar errores humanos y reivindicar nombres y obras, porque llevo grabadas en el corazón las palabras de un hijo de españoles, que dijo: “Los pueblos han de vivir criticándose porque la crítica es salud; pero con un solo pecho y un sola mente”.
Descreo del criterio reduccionista que considera ancestros solo a los padres españoles y africanos, porque un gran amigo arqueólogo –nacido en el holguinero reparto Pueblo Nuevo y doctorado cum laude en una vetusta universidad europea- me ha contado que la herencia genética aborigen es mayor de lo pensado; además, algunos de mis amigos llevan apellidos eslavos, italianos, franceses, chinos o árabes... Entonces el fantasma de Don Fernando Ortiz me susurra algo sobre el ajiaco -olla podrida peninsular, mondongo colombiano, sancocho dominicano-, y el crisol alquímico se convierte en condimentada paila; y todavía se escucha el contrapunteo entre el azúcar y el tabaco.
La cultura trasciende las geografías: casi toda la vasta obra martiana fue escrita fuera de la isla, Lam pintó “La Jungla” en París y el casi centenario investigador holguinero José Juan Arrom tenía sembrados yuca y plátanos en su jardín del campus de la Universidad de Yale.
También se mezclan en la memoria la canción “Veinte años”, de María Teresa Vera; la épica de Elpidio Valdés, los bailes de Co-Danza, las tres Lucías de Solás, los libros de Pedro Ortiz o las páginas luminosas del Diario de Campaña, donde Martí come dulce de boniato y los patriotas holguineros le apoyan en un encendido intercambio de frases con Máximo Gómez.
Recuerdo cómo aprendíamos en el Preuniversitario las canciones de Silvio y Pablito; cómo cantamos a Teresita Fernández en el entrenamiento militar reglamentario de la Universidad; y la emoción experimentada al escuchar tardíamente a Celia Cruz, pues en casa mi mamá adoraba a Elvis Presley, mi padre a Paul Anka y mi hermana bailaba con Van Van.
Me pregunto cómo terminar este texto por el Día de la Cultura Cubana. Entonces pienso en que la parroquia de Jesús del Monte, en mi pueblo natal, conserva las aspilleras de las guerras mambisas, y recuerdo a esa amiga reciente, habanera, discreta, simpática, de exquisitos modales y sonrisa amplia; esa señora de la que he sabido por terceros que es la tataranieta de Mariana Grajales y quien, puesta en evidencia, no ha tenido más remedio que narrarme historias de familia para complacer la curiosidad profesional del periodista.
Y viene a la mente cuando la colombiana Marta, esposa del pinareño Silvio, quien pinta colores tropicales en la helada Bogotá, se aproxima con una taza humeante y anuncia orgullosa en la patria del mejor café del mundo, que aquello que me ofrece: “Es café cubano”.