El día de los mártires
- Por Claudia Arias Espinosa
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Frank no era mayor que yo, pero sus responsabilidades, y la peligrosidad de esas responsabilidades, tal vez nos superaban a los dos.
Jefe de Acción y Sabotaje del Movimiento 26 de Julio. A nivel nacional. Eso era Frank. El responsable mayor de una red de jóvenes que detonaban el país para que cayera el tirano Batista, como quienes sacuden un árbol para desprender las hojas enfermas.
Cuba era un árbol plagado de hojas enfermas, inútiles, perjudiciales, que comenzaba a reverdecer en la Sierra Maestra. Por eso Frank, que también podía llamarse Salvador, David o Christian, se empeñaba cada día en conseguir armas, municiones y otros suministros para consolidar las acciones del Ejército Rebelde.
Se sabía, por supuesto, en el filo de la navaja. Los revolucionarios ponían tanto empeño en ajusticiar a Fulgencio Batista, como el que el propio Batista había puesto en apresar, torturar y asesinar a los revolucionarios. Su vigilancia era intensa e incesante.
El 30 de julio de 1957 Frank estaba en la casa de su compañero Raúl Pujol Arencibia, quien organizaba la Resistencia Cívica de Santiago, colaboraba con el M-26-7 y pertrechaba el II Frente Oriental. Más tarde que pronto se percataron: los esbirros del tirano rodeaban la casa.
Lograron burlar el cerco y avanzaron por la calle San Germán, donde fueron interceptados. Los militares los registraron y encontraron la pistola de Frank, sin embargo, no estaban seguros. Aquel jovencito, tan apacible, no podía ser tan peligroso como decían.
Hizo falta la delación de un antiguo compañero de estudios para iniciar la golpiza de rigor. Y luego, 22 tiros en la espalda para que los militares sintieran que de veras estaba muerto Frank, y Salvador, y David, y Cristian.
Operaba en la clandestinidad, sin embargo, los cubanos de corazón lo conocían y lo respetaban. Por eso, su entierro fue una manifestación impresionante, indetenible, de dolor y repudio a los asesinos.
La ciudad de Santiago se paralizó de forma espontánea. Las personas se lanzaron a las calles entonando himnos de combate, colgaron banderas en los balcones y lanzaron flores sobre el féretro, cubierto también con la enseña nacional y la tela roja y negra que caracterizaba el Movimiento 26 de julio. Frank no era mayor que yo: tenía 23 años.
Estas, no obstante, no fueron las únicas vidas que se apagaron un 30 de julio para encender, con su sacrificio, la llama de la independencia. En 1896, había caído en combate Juan Bruno Zayas, quien participaba en la Invasión a Occidente. En 1958, caería, también en combate, René Ramos Lotour, sustituto de Frank como Jefe de Acción y Sabotaje. Igual suerte correría en 1967 José María Martínez Tamayo, miembro de la guerrilla del Che, en Bolivia.
Así, el 25 de julio de 1959, en el Cuartel Moncada, durante la histórica reunión del Consejo de Ministros, presidido por Osvaldo Dorticós, se acordó declarar el 30 de julio como Día de los Mártires de la Revolución Cubana, honrando desde entonces a los caídos durante las luchas por la independencia nacional.
Pedro Miret Prieto, quien se desempeñaba en esa fecha como Ministro de Agricultura, hizo la propuesta. Implicaba el profundo sentir del pueblo ante la pérdida de tantas vidas valiosas y, por supuesto, fue aceptada.
El propio 30 de julio de 1959, en el encuentro con los familiares de los mártires, en la ciudad de Santiago de Cuba, Fidel Castro explicó que se escogió esta fecha porque simbolizaba los sacrificios que hizo el pueblo por conquistar su libertad.