Martí y yo
- Por Rubén Rodríguez González
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Los balbuceos eslavos sobre un osito que caía de un tablón y se daba un chapuzón no cuentan. Tampoco las nanas de nuestra inolvidable Encarnación: "Aserrín, aserrán, los maderos de San Juan...". Tenía cuatro años cuando aprendí la primera poesía: "Los dos príncipes", y la recité flamante en el anfiteatro de mi pueblo, de short negro, camisa blanca y lacito.
La declamaría en otros espacios, uno de ellos la tarima improvisada, dónde mi primo Andrés Martín me presentó como joven aficionado, apelativo que no comprendí, pues desde entonces me asistía una especial relación con las palabras.
Tenía seis años cuando, en vísperas de una cirugía, mi madre me leyó textos de La edad de oro, aquellos difíciles de leer por lo que entonces no sabía se llama "el estilo martiano". Lo mejor eran las ilustraciones hermosísimas de esa edición, que no llevaba los grabados originales de la revista ni las "actualizaciones" posteriores de la gráfica sino imágenes de pintura académica.
Martí estaba también en el parque, coronando el sencillo monumento de granizo amarillo que aparece en las fotos sepias de hace un siglo y también a la entrada de la escuela, y en el libro de lecturas donde aprendí "La niña de Guatemala" que hoy cito sin problemas, pero entonces...
La tarea titánica fue aprender los larguísimos parlamentos de Abdala, el personaje que me tocó en una obrita escolar casi al final de la Primaria, no porque luciera atlético ni nubio sino por la memoria de elefante con que la Naturaleza compensó mis carencias anatómicas.
Odié a Martí no por las parrafadas que debí aprender sino por el outfit, compuesto por chancletas plásticas, taparrabos rojo, muñequeras de vinil teñidas con pintura plateada, gorguera de corduroy en dos tonos y un tocado egipcio de igual confección. Mi aspecto canijo y aquella facha me volvían "carne de bullying"... que afortunadamente no llegó.
Martí siguió acompañando y le respeté e interpretaba a solicitud de los maestros, como se esperaba de un alumno "aventajado" -palabreja prima de la otra-, pero siguió habiendo una barrera invisible que me impedía identificarme con él, hacerle mi amigo Martí.
Analizar gramaticalmente un texto martiano emuló los trabajos del Hércules mitológico. Por eso me divertía escuchar los reclamos de que escribiéramos en prensa como lo hacía Martí, ignorando los vehementes las barreras estilísticas que ello supone.
Una alumna de Filología, que trabajaba en su tesis sobre figuras retóricas en los escritos martianos, me pidió que esbozara un bicho que juntara en su anatomía varias metáforas; me quedó un monstruo tributario del manga y el anime, que aún recuerdo con cariño.
Pero cuando, en verdad, me llegó Martí en su totalidad fue al leer las páginas luminosas del Diario de Campaña, casi un canto de cisne que me hizo volver atrás, y releer furiosamente aquellos otros textos cuyo latido, finalmente, comencé a escuchar.