Oleaje de palmas por el personal de la salud
- Por Rubén Rodríguez González
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La guagua se detiene en la esquina de los framboyanes florecidos, y ella desciende; casi cuesta reconocerla, embozada en su mascarilla y sin el uniforme. Uno se asombra, primero, porque no suele verse una Diana en el laberinto de calles del reparto de Villa Nueva. Ella se acerca, casi tímidamente, ligeramente extraviada luego de esas semanas fuera; casi como cuando cumplió misión.
Inmediatamente, los vecinos comienzan a aplaudir, alguien dejará que se achicharre un sofrito y los que trabajan al solazo para mejorar la calidad del servicio eléctrico detienen su labor. Brota la gente a los portales y escaleras, y tal como describió una amiga, las palmas suenan como un aguacero cercano y tangible. No fue invento cubano, pero qué apropiado el gesto de batir palmas para premiar al personal sanitario.
Los aplausos se extienden como una ovación, como cuando el público se mantiene de pie en un concierto, vitoreando a un gran artista, tal como aplaudieron los holguineros la última presentación de María Luisa Clark. Los perros corean con ladridos este barullo inusual en la calle apacible, ese remanso que es la calle nueve a media mañana, donde solo los pregoneros rompen la quietud.
Ella anda con pasos menudos esa media cuadra, asombrada por el recibimiento, espontáneo y sincero, sin que nadie nos hubiera dicho que a las diez va a llegar Yami, compañeros, y debemos darle una calurosa bienvenida… porque aquí nadie sabía, o quizás sí, que tenía que esperar el resultado, porque ella no, pero a otra compañera le daba dudoso…
Camina esa media cuadra hasta su casa, emocionada, y la gente no deja de aplaudirla, acude alguien a ayudarla con el bolso, y llueven los aplausos, como si mi vecina no anduviera sobre el pavimento cuarteado de nuestra callecita humilde, sino sobre la archifamosa alfombra roja. Roja como la zona de riesgo en el Clínico Quirúrgico, donde ella trabaja como enfermera y donde cumplió las dos semanas que impone el deber, antes del tiempo de aislamiento reglamentario.
Ese oleaje de palmas, con 30 grados a la sombra y la humedad que hace sudar a mares, a más de uno le aprieta el corazón y le anuda la garganta; también a ella y al esposo que la está esperando. Luego, la cuadra regresa a la normalidad, pero uno queda sobrecogido, como si hubiera participado de un suceso relevante, orgulloso también de haber aplaudido, de ser parte de algo grande y hermoso. La ovación de los vecinos esa noche será para ella, y batirán las palmas hasta que salga al portal a saludar, como se ovaciona a una estrella.
No aplaudimos solamente su proeza de ahora, tan hermosa que no puede aquilatar; sino también la solicitud de su ayuda diaria, la tensión medida amablemente cuando un vecino se indispone, la inyección a domicilio que evita acudir al policlínico, el trámite agilizado desde el servicio de salud, o la opinión profesional dulcemente ofrecida y sin costo.
Yo aplaudo por esos muchachos respetuosos que pasan en las mañanas preguntando cómo estamos, con sus pelos cortados a la moda y sus teléfonos celulares, cumpliendo su tarea bajo el sol intenso de mi país. Y a la enfermera del consultorio, que pasó hace días con sus goticas sublinguales. Y a los abnegados “mosquitos”, que advierten que el dengue acecha…
Aplaudo, además, al amigo que se parte el lomo en la UCI de un hospital de Madrid; al que es paramédico en Bogotá; al que vivió en carne propia el colapso sanitario en Nueva York; a la nuera de otro amigo, que aparece en las fotos con el rostro quemado y las manos abrasadas por los medios de protección… Porque, como escribió Oscar Wilde, donde quiera que esté el dolor es tierra santa.
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