Mi frágil mamá de acero
- Por Rubén Rodríguez González
- Hits: 884
Cuando nací sin sol, mi madre no dijo “flor de mi seno, homagno generoso, fruto de la creación suma y reflejo”; en realidad, no dijo nada porque casi se muere al parirme. Cuenta que, durante los días en que duró su inconsciencia, enrollaba un interminable hilo dorado, quizás la urdimbre de mi vida, de la suya, de todas nuestras vidas, que aún no ha dejado de trenzar.
Tenía 17 años y fui su primer hijo; dos años después llegó mi hermana también a medianoche, otro hijo deseado y otro parto difícil, porque a ella la vida la está poniendo a prueba desde que llegó al mundo: de pequeñita, le tocó el potro de torturas de un procedimiento ortopédico medieval; atada a una tabla, encorsetada y con bolsas de arena colgando de su cabeza y sus pies, para estirarle el espinazo; luego, cayó sobre un anafe lleno de brasas; más adelante, la sorprendió una estampida de ganado y dizque alguna vaca la pisó…
Sin embargo, fue una alegre chiquilla campesina, que podía contentarse mirando, a través de un vidrio coloreado, un mundo maravillosamente azul; y cuando una prima se antojó del cristal, lo tiró al fondo del pozo de piedras redondas de la finca de mis abuelos, una casona rodeada de frutales, próxima al río Cacoyugüín y cuyo vecino más cercano distaba un kilómetro.
Así, mi mamá fue creciendo mientras el país estaba en guerra y mi abuelo Rubén les colaboraba a los alzados; mientras triunfaba la Revolución, y pasaba el ciclón Flora, y se casaba con un joven del pueblo, cuya sonrisa le recordaba la del admirado Elvis Presley, que la ponía a bailar rocanrol sobre el piso moteado de talco para que resbalara.
A los veinte, ya tenía dos hijos y vivía con la abuela y tres tías del marido; la recuerdo lavando interminablemente en la gran batea donde cabían ocho cubos de agua, planchando al calor de la tarde mientras se escuchaba la presentación de Radio Progreso: jamás esta tierra tuvo tanto amor…; improvisando disfraces complicados para nuestras fiestas escolares: de cosaco, de hawaiana; esforzándose para disimular la austeridad doméstica que entonces se parecía a la austeridad nacional, aquello de pobre pero limpio, honrado y feliz, con la belleza de lo simple.
Con amoroso estoicismo, mi madre curó nuestras rodillas y narices, preparó infalibles jarabes contra el catarro; nos repasó las tareas escolares, nos mandó a las escuelas al campo y las becas, a las que peregrinó cargada de turrones, cremitas de leche y palabras de ánimo contra la nostalgia. Cuando esporádicas plagas agrícolas impusieron el cierre de las tabaquerías y, después, durante el periodo especial, ella cosió, vendió dulces e “inventó”, pero nunca faltó la comida en nuestra mesa ni la alegría en nuestra casa, como si no se cansara, mi frágil mamá de acero.
Me pregunto cómo el fuego de las dificultades la forjó sin poder borrarle la sonrisa. Le agradezco tanto su crianza espartana, que vetaba la ñoñería y nos ayudó a imponernos metas mayores, aunque los años la han ido “aflojando” a favor de los nietos consentidos y los adorados bisnietos, cuyo cariño la vuelve mantequilla.
A los 74 años, sigue siendo una muchacha linda con el rostro velado por los trabajos y los días. Pienso en mi madre afrontando los melodramas familiares; con huesos de cristal por la osteoporosis, con los pulmones calcinados por el humo del carbón, con la diabetes, la hipertensión, la faringitis crónica que no le impide beberse una cerveza y cantar a viva voz en las fiestas familiares. Mi madre regala lo que tiene, comparte lo que hay y en su mesa siempre cabe uno más; mi madre no tiene pelos en la lengua y sigue confiando en la verdad y la justicia, a pesar de los desengaños. Mi madre, cargada de espaldas por sostener el peso de la familia, del país.
Nunca me ha dicho que me ama, ni yo le he preguntado, mucho menos en este tiempo de palabras devaluadas por la falta de convicción. Porque lo que se sabe no se pregunta.
Comentarios