Un soplo de esperanza

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Cuando era niño, en el copelita vecino a mi casa, uno compraba libros, como extensión de ventas de la librería de Gibara. Los libros olían a polvo de frozzen, a barquillo dulce, a cigarros populares. Yo me empinaba junto al mostrador y le pedía a Inés o a Miriam, las dependientas, un rizado de chocolate, El corsario negro o cualquier otro título de la colección Aventuras, de la editorial Gente Nueva.

 

Como en mi pueblo no hubo ni hay librerías, me las ingeniaba para hacerme de las novedades editoriales a través de parientes o vecinos que viajaran a la cabecera municipal, a la ciudad de Holguín o a Velasco. Con prolijidad, anotaba en papelitos los títulos de aquellos libros que daban continuidad a una historia o que la prensa anunciaba como novedades, y a todo el que se pusiera “a tiro” le pedía el favor.

 

Eso lo reviví esta semana, cuando visitamos el seminternado Seremos como el Che, del consejo popular Alcides Pino, con la peña itinerante “La magia de un libro”, que auspician la librería Ateneo-Villena-Botev y el Centro Provincial del Libro y que, a propósito, llevó hasta ese centro una pequeña feria, de la mano de un personaje indispensable e injustamente anónimo: la librera. La que primero llega y se va al final, la que acarrea libros y responde gentilmente, la que debe pagar por los ejemplares que la gente se roba; la que sugiere, convence y a la que muchos no recuerdan cuando se están leyendo el libro recién comprado.

 

Desde que vieron llegar los misteriosos paquetes, se alborotó el panal, con el mismo entusiasmo infantil que me provocaban las librerías y bibliotecas desde pequeño. El barullo se incrementó cuando los bultos se multiplicaron en el vestíbulo de la escuela. Niños mayorcitos colaboraron con su transporte hasta el espacioso pasillo dispuesto para la venta, y en lo que se disponía la mercancía, revolotearon los curiosos.

 

Una niñita se nos arrimó: Oye, ¿y esto qué es? Con la simpatía y el desparpajo con que hablan los niños. Le dijimos que libros, y ella: ¡Libros, oye eso! Tomó uno: ¿Y este? Le dije que eran cuentos sobre Martí, que es el mejor modo de presentar una biografía. Se asombró alegremente: Oye eso, de Martí… Una voz femenina, a nuestras espaldas, le prometió: “Te saco permiso para que vayas a buscar dinero, y que me traigas a mí”.

 

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Los adultos -maestros, madres y personal de servicio- fueron más específicos: querían libros de colorear y de cocina. ¡Ah! y forros. Niños que iban a la biblioteca y otro grupo que marchaba rumbo a la educación física acudieron corriendo, para toparse con una paradoja en el mercado editorial: se mira pero no se toca. ¡Cómo comprar un libro sin tocarlo, olerlo, acariciarlo, sin ver las ilustraciones y dejar correr las páginas como una brisa fresca! La librera aseguró: “Yo se lo enseño”.

 

Que los traerían por grupos a comprar, dijeron. Solo a los que habían traído dinero para comprar libros, aclararon. Ellos lo sabían porque se les informó, concluyeron. El subdirector colaboraba en la organización y algunas vecinas asomaban. De otra escuela llamaron para confirmar un exquisito rumor: todos los centros de los alrededores estaban convocados para una actividad masiva por la tarde. Fue desmentido, aunque tanto entusiasmo por comprar libros era música en los oídos.

 

Con los niños del quinto B nos encontramos en la biblioteca. Solo ojos, lo demás oculto por la mascarilla reglamentaria; pero los ojos hablaban, reían, brillaban de asombro o de júbilo. Estaba de vuelta a la Biblioteca. Como medio siglo atrás… ¡ah, la vida! Dialogamos sobre periodismo y literatura, sobre cómo los libros enseñan ortografía por el simple acto de leerlos, sobre las posibilidades infinitas que ofrece la lectura; de videojuegos y de Harry Potter. Me preguntaron cuál era mi mortífago favorito; mi almita nerd confesó que la malvada Bellatrix Lestrange. “La tía de Draco Malfoy”, precisó otro.

 

Conversamos sobre las particularidades comunes a las sagas literarias y las series de televisión, como las peripecias y el elemento de continuidad; sobre las constantes dramáticas en los textos de ficción; los roles, personajes y clichés; sobre las vocaciones y los sueños, sobre el ajedrez, porque en ese grupo hay varios jugadores, y hasta sobre los inconvenientes del trabajo intelectual luego de un atracón de comida.

 

Para terminar, les leí un relato que tiene el encanto de los antiguos cuentos de hadas y trajo magia a la biblioteca del Seminternado y provocó aquel silencio respetuoso y solemne, como una burbuja azul, que no rompió el barullo exterior de los niños que marchaban en tropel a comprar libros.

 

A la salida, rumbo al baño de luz del día veintidós del mes dos del dos mil veintidós, vi a la niña preguntona con su compra: los había puesto en el suelo y los contemplaba como a un tesoro, sin decidirse por cuál comenzar. Volví a ser el niño que prefería un libro a un helado, y un soplo de esperanza me llenó el corazón.


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