Juventud ¿divino tesoro?
- Por Luis Mario Rodríguez Suñol
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Ernel fue el primero en subirse a la placa. Tocó las puertas del correo y decidió unirse a este contrato colectivo. Lanzó un tema disfrazado de preocupación y ¡ahora! nos toca “encofrar” un criterio al respecto.
Hay ciertas miradas, gestos y palabras que multiplican por cero a los jóvenes. Y duelen, molestan, decepcionan. Pareciera que algunos nacieron con sus medallas colgadas al pecho y en lugar de una nalgada le “sonaron” un diploma. Hay almas tan arrugadas que duelen, molestan, decepcionan.
Andan por ahí, con el ego como tiza y la autosuficiencia como pizarra. Sus consejos no encuentran a nadie. A esos la juventud se les perdió hace rato. Les corroe un idealismo utópico sin consistencia práctica, que reniega el presente y se aferra al pasado. “En mis tiempos…”, es su eslogan favorito.
Negar a los jóvenes es negarse a sí mismo: la pura irracionalidad. Las canas no se pintan con carburo, se decoloran por la experiencia acumulada en el recorrido del almanaque, que aunque algunos parezcan olvidarlo, tuvo su parada obligatoria en la juventud.
Quieren que seamos como ellos. Así de simple y así de insensato. Nos diseñan el prototipo de joven que debemos ser a partir de sus fundamentos analógicos, y el resultado es incompatible con nuestras expectativas digitales.
Los jóvenes necesitamos más jóvenes de espíritu que nos acompañen con su experiencia. Esos que dan la mano y abren puertas. Los que levantan muros, que se queden del otro lado. Esos, como dijese Quino, el creador de Mafalda: “Tal vez algún día dejen a los jóvenes inventar su propia juventud”.
Los que confían en los jóvenes nunca nos verán como un problema, sino como parte fundamental de la solución. Nos dejarán correr y desbocarnos, pero luego nos sanarán con la experiencia y nos obligarán a correr de nuevo. Saben que en esta carrera de relevo, la confianza y preparación son claves en el resultado final.
André Marcel, escritor belga, manifestó: “No corresponde a los jóvenes entendernos, sino a nosotros comprenderlos a ellos. Al fin y al cabo, no podrían ponerse en nuestro lugar y, en cambio, nosotros ya hemos ocupado el de ellos”.
Adoro la inexperiencia, porque es el mejor argumento de mis errores y la mejor oportunidad para enmendarlos. La juventud acumulada de muchos viejos almanaques ha construido el camino de los que soy y seré. La deuda con ellos, la pagaré con los jóvenes que me relevarán. Ellos aprenderán que para ser buen profesional y darse en el pecho con la bandera del ejemplo, primero hay que ser buena persona.
Esos que le hablan a los “nuevos” como si se hubiesen tragado un paquete de yoyo, repugnados de su primera persona; esos que convalidaron la juventud y la modestia; tristemente, no van a sobrevivir en los jóvenes. El tiempo les regalará los aplausos de la soledad, mientras dibujan su pasado con el óxido de las medallas, y se despiden del presente con una nalgada del futuro. Un balance, una sobredosis de amargura y un último diploma, firmado por el olvido, dejarán como testamento.
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