El color de la vida
- Por Reynaldo Zaldívar
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José Luis tiene 28 años y lleva 10 en la agricultura. Trabajó como asalariado para muchos campesinos de la zona, por treinta pesos primero, luego por 50, y así por el estilo. La inflación subía y con ella el salario. Sin embargo, el trabajo siempre era el mismo: hacer que la tierra de otros produjera. “Un día desperté decidido a sacarle provecho al pedazo de tierra pegado a la casa. Estaba lleno de maleza y le habían nacido algunas matas de marabú. Costó esfuerzo, días de trabajo intenso. Pero en pocos meses ya lo tenía sembrado. Desde entonces lo hago producir. No he trabajado más para otros, pues hago mis propias cosechas, que si bien no son para hacerse rico, me permiten una economía estable”.
Ernesto se levanta todos los días a las 5 de la mañana. Ensilla el caballo mientras su esposa termina el desayuno. Serán seis o siete kilómetros hasta la finca, donde pasa casi todo el día. “Cuando me jubilé pude haberme quedado en la casa, descansar, mecer a los nietos mientras me saludan los vecinos; en definitiva, yo he trabajado desde que era niño. Cogí estas tierras en usufructo y con ellas se alimenta mi familia, y cientos de familias de la zona. Descansar no es una opción para un hombre al que le ha comenzado a nacer la vida”.
Muchos forasteros llegaron en busca de oro hasta el lugar donde Amanda vio crecer a sus hijos. Escarbaron hasta debajo de la raíz de los árboles, llenaron los arroyos de piedras y una mañana dejó de respirar el bosque. “Cuando la gente se comenzó a ir de aquí, hacia el pueblo o hacia otros países, decidí pedir este terreno para criar ganado y sembrar pasto. Mis hijos habían crecido y ya podíamos encargarnos todos del negocio, que fue creciendo hasta convertirse en esto”. Y estira el brazo hacia una tierra donde predomina el color de la vida, llena de toros de ceba y cañaverales.
No siempre fue así eso de que alguien solicita un pedazo de tierra y se le da para trabajarla. Hubo que pelear mucho en esta isla para eliminar el latifundio, para que los cubanos tuvieran derecho a producir para sí y los suyos. De ahí que se celebra cada 3 de octubre el Día del Trabajador Agropecuario, en conmemoración de la fecha en que Fidel Castro firmó la Segunda Ley de Reforma Agraria, que asestó un golpe definitivo a la burguesía terrateniente.
La práctica ha demostrado que, como dijo Martí, “la tierra es la gran madre de la fortuna”. Ignorar este concepto traería consecuencias que ningún país puede darse el lujo de esperar con los brazos cruzados. Ha llegado un tiempo que exige hombres y mujeres como José Luis, Ernesto y Amanda, capaces de tomar para sí el terreno y hacerlo producir. Gente que le ponga fe a la vida, que entienda que el trabajo es una necesidad moral, que no hay tareas imposibles, sino gente que se imposibilita. Ha llegado el tiempo de hacer equipo con esos que, “entregados al trabajo, no hay manera de que la pena los venza”.