Sobre sus hombros, la esperanza

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Foto: Alberto Korda/ Fidel Soldado de las Ideas

En algunas culturas, los nacidos en las horas impenetrables de la madrugada se asocian con cualidades como la resistencia, la fuerza interior y los desafíos. Se ve como un tiempo de prueba, ese en el que el sueño profundo de la noche cae sobre la tierra con tal magnitud que puede dormir hasta a las más inquietas criaturas del bosque.

A las 2:00 a. m., como si de algún modo la energía universal emitiera su primer discurso sobre el niño, nació en Birán Fidel Alejandro Castro Ruz, el 13 de agosto de 1926, “cuando permanecían en vela los rumores de la manigua y estaba por agotarse la luz de los candiles"; "un niño vigoroso de doce libras de peso”.

Era viernes, el día 225 del año según el calendario gregoriano. A pocos kilómetros de Birán, casi cinco décadas antes, Antonio Maceo había levantado el ánimo de la independencia en los Mangos de Baraguá, situando en el punto más alto la dignidad de la guerra. Además, permanecían frescas las huellas de José Martí en La Travesía, cuando el 10 de mayo de 1895 se encontrara allí con los holguineros que comandaba José Miró Argenter. Tres puntos que cambiarían el curso de la lucha, tres hombres que serían bandera y simiente.

La historia es el constructo de una conspiración, donde las energías del universo no dejan nada al azar. El niño Fidel nació en un punto que haría un triángulo escaleno con esos momentos de la historia, protagonizados por dos figuras imprescindibles en la defensa de las bondades de una tierra robada y maltratada por sus colonizadores, una tierra que le permitiría a Fidel la oportunidad de no dejarla decepcionada.

Los campesinos de Birán, la tarde antes, comieron harina de maíz mezclada con leche tibia, algo que se repetía en la Isla una y otra vez debido a la caída brusca del precio del azúcar, mientras el mundo vivía la despedida de los "felices años veinte". La voz cálida de Ruth Etting se dejaba escuchar en alguna que otra casa. Al fondo del ecuador se levantaba despacio la luna creciente. Era viernes, y le nacía a Cuba el hombre que cargaría sobre sus hombros la esperanza de un continente.

Y creció el niño y se hizo árbol, y trajo sombra a una tierra que llevaba demasiado tiempo sufriendo la desgarradura de un sol pesado como un yunque. Hubo que dejar casa, tierras y herencia, con la fe de que la Patria premiaría con creces cualquier sacrificio en su nombre, o simplemente el sacrificio valdría como motor de impulso para una causa que no podía esperar a que los vientos soplaran en direcciones más calmadas.

En 1959, la sombra del árbol comenzó a crecer, extendiendo sus ramas hacia los rincones más intrincados. Algunos creyeron que el 25 de noviembre de 2016 Fidel Castro dejaría reposar su misión de árbol para con los pobres de la tierra, su preocupación por el color ocre que la desesperanza dejaba entrever en el futuro de América Latina.

Pero los árboles no mueren cuando sus raíces han penetrado hasta el infinito. Solo se marchitan un poco para despertar a un verde de hojas vivas, un verde nuevecito como esos jóvenes que se levantan temprano a dibujar el destino de Cuba, conscientes de que Fidel es la sombra condensada sobre sus cabezas, esa que les protege de las inclemencias del tiempo. La madrugada sigue siendo hora de resistencia. Ha nacido un niño vigoroso de 99 años, que ensancha sus pulmones con la vehemencia de los resucitados.


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