Mujer sin miedo
- Por Claudia Arias Espinosa
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El coronavirus causante de la COVID-19 comienza a ceder, y nos deja historias que recordaremos siempre.
Una de ellos, Gisel Peña Aguilar, cumplía sus responsabilidades como especialista principal de calidad de la Empresa Recuperadora de Materias Primas mediante el teletrabajo, cuando recibió la llamada.
Deslizó para responder. Al otro lado de la línea, el director de inversiones y desarrollo. Estaba conformando una lista con los voluntarios para trabajar, si hiciera falta, en el Hospital Lucía Íñiguez Landín, donde se atienden pacientes sospechosos y confirmados de COVID-19.
“Por supuesto, enseguida dije que sí”, respondió ella.
“Te estoy llamando por una cuestión de que tenía que hacerlo, pero yo sabía que tu respuesta iba a ser esa”, contestó él.
Los padres de Gisel viven en el municipio de Urbano Noris. Hacía más de un mes no los veía, por las limitaciones que la COVID-19 impuso al movimiento intermunicipal, cuando les dio la noticia.
“Fue una Odisea. Mi mamá empezó a llorar, mi papá también… pidiéndome que dijera que no”.
Fue difícil enterarse de que su hija trabajaría en uno de los lugares más peligrosos en aquel punto de la pandemia. Su hija, que no era médica, sino ingeniera en metalurgia y materiales, graduada por el Instituto Superior Minero Metalúrgico de Moa.
Pero ella no tenía miedo.
“El miedo es… como la sensación desagradable que provoca la percepción del riesgo o del peligro. A pesar de saber al peligro al que estaba expuesta, no puedo decir que sentí miedo”, confesó.
Fue, de hecho, la primera mujer del Ministerio de Industrias en Holguín en brindarse voluntaria para apoyar al hospital. Le hicieron, incluso, una entrevista de televisión.
“Me desempeñaba como pantrista. ¡Me cogí el fregadero completamente para mí! Siempre estaba preguntando a los demás qué necesitaban que hiciera. Ayudaba a servir. Le hacía un buchito de café…”
Cuando la alarma sonaba por la madrugada, la posponía diez minutos para dormir un poquito más porque después, entre las siete de la mañana y las siete de la noche, nunca estaba quieta.
“El día era muy ajetreado. Un día, mi mamá me llamó. Eran como las tres de la tarde. Me preguntó si ya había terminado el horario de almuerzo y le dije que no”.
Gisel le explicó que “la vida de una persona no tiene hora, no espera porque un médico tenga que almorzar. A veces, se presentaban situaciones y tenían que acudir inmediatamente en ayuda del paciente. Entonces, se atrasaban los horarios”.
También fue laborioso cumplir las estrictas medidas de protección que pautan cada acción en la zona roja.
“Nunca me había sentido tan desaliñada con aquella ropa que me quedaba tan ancha –comentó, riéndose–, ¡Creo que era talla XXL y yo uso una S!
“Pero bueno, no estaba allí para verme bonita, sino para ayudar. Y nunca había sentido tanta gratitud con algo tan bonito como lo que estaba haciendo”.
El personal médico y el resto de los trabajadores no solo podían cumplir sus tareas en un hospital limpio, donde todo se mantenía andando a pesar de las extrañas rutinas, que impuso la COVID-19; también pudieron sentir que en aquella prueba, no estaban solos.
Fotos: Del perfil de Facebook de la entrevistada.
En los centros donde se atienden pacientes sospechosos o positivos a la COVID-19 es obligatoria la rotación del personal cada 14 días, que debe pasar 14 más en cuarentena.
Sin voluntarios no hubieran podido mantenerse funcionando durante los meses críticos de la pandemia en la provincia.
Por eso tiene tanto mérito la decisión de Gisel. Con sus acciones honró aquellas palabras que José Martí pronunciara durante el discurso de conmemoración del inicio de la Guerra Grande: “el verdadero hombre no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber”.
La historia, por ejemplo, de un grupo de valientes que actuó en el backstage de los hospitales y centros de aislamiento. Se encargó de fregar los platos, limpiar los pisos, lavar la ropa, servir la comida… Tareas pequeñas, cotidianas, imprescindibles.
Sin ellos, el primer frente de batalla contra la COVIV-19 hubiera colapsado en algún momento, como un reloj sin baterías.
Una de ellos, Gisel Peña Aguilar, cumplía sus responsabilidades como especialista principal de calidad de la Empresa Recuperadora de Materias Primas mediante el teletrabajo, cuando recibió la llamada.
Deslizó para responder. Al otro lado de la línea, el director de inversiones y desarrollo. Estaba conformando una lista con los voluntarios para trabajar, si hiciera falta, en el Hospital Lucía Íñiguez Landín, donde se atienden pacientes sospechosos y confirmados de COVID-19.
“Por supuesto, enseguida dije que sí”, respondió ella.
“Te estoy llamando por una cuestión de que tenía que hacerlo, pero yo sabía que tu respuesta iba a ser esa”, contestó él.
Los padres de Gisel viven en el municipio de Urbano Noris. Hacía más de un mes no los veía, por las limitaciones que la COVID-19 impuso al movimiento intermunicipal, cuando les dio la noticia.
“Fue una Odisea. Mi mamá empezó a llorar, mi papá también… pidiéndome que dijera que no”.
Fue difícil enterarse de que su hija trabajaría en uno de los lugares más peligrosos en aquel punto de la pandemia. Su hija, que no era médica, sino ingeniera en metalurgia y materiales, graduada por el Instituto Superior Minero Metalúrgico de Moa.
Pero ella no tenía miedo.
“El miedo es… como la sensación desagradable que provoca la percepción del riesgo o del peligro. A pesar de saber al peligro al que estaba expuesta, no puedo decir que sentí miedo”, confesó.
“Mis ganas de ayudar y colaborar con el personal médico para que entre todos saliéramos de esa situación, son mucho más fuertes que cualquier miedo que pueda llegar a sentir”.
Así, comenzó a trabajar en el segundo piso del Lucía, al cual se asignaban los trabajadores de las diferentes industrias. Durante 14 días compartió con los muchachos de Holmeca, la Empresa Mecánica 26 de Julio y la Empresa de Residuos Sólido Urbanos.
Fue, de hecho, la primera mujer del Ministerio de Industrias en Holguín en brindarse voluntaria para apoyar al hospital. Le hicieron, incluso, una entrevista de televisión.
“Me desempeñaba como pantrista. ¡Me cogí el fregadero completamente para mí! Siempre estaba preguntando a los demás qué necesitaban que hiciera. Ayudaba a servir. Le hacía un buchito de café…”
Cuando la alarma sonaba por la madrugada, la posponía diez minutos para dormir un poquito más porque después, entre las siete de la mañana y las siete de la noche, nunca estaba quieta.
“El día era muy ajetreado. Un día, mi mamá me llamó. Eran como las tres de la tarde. Me preguntó si ya había terminado el horario de almuerzo y le dije que no”.
Gisel le explicó que “la vida de una persona no tiene hora, no espera porque un médico tenga que almorzar. A veces, se presentaban situaciones y tenían que acudir inmediatamente en ayuda del paciente. Entonces, se atrasaban los horarios”.
También fue laborioso cumplir las estrictas medidas de protección que pautan cada acción en la zona roja.
“No podíamos salir de esa zona. El lavado de las manos era constante. Teníamos que hacer un proceso de desinfección de toda la ropa que usábamos, los nasobucos, los gorros… Incluso en el dormitorio nos daban nuestros pijamas”.
Los voluntarios descansaban en la beca de la sede universitaria Celia Sánchez Manduley. Para la joven de 27 años, la hora del sueño era, precisamente, uno de los momentos más hilarantes del día.
“Nunca me había sentido tan desaliñada con aquella ropa que me quedaba tan ancha –comentó, riéndose–, ¡Creo que era talla XXL y yo uso una S!
“Pero bueno, no estaba allí para verme bonita, sino para ayudar. Y nunca había sentido tanta gratitud con algo tan bonito como lo que estaba haciendo”.
El personal médico y el resto de los trabajadores no solo podían cumplir sus tareas en un hospital limpio, donde todo se mantenía andando a pesar de las extrañas rutinas, que impuso la COVID-19; también pudieron sentir que en aquella prueba, no estaban solos.
“Es increíble la manera en la que nos insertamos, que ya parecíamos trabajadores de allí. Llegábamos y todo el mundo nos daba los buenos días y nos trataban como si fuéramos uno más de ellos”.
Los padres de Gisel también se acostumbraron a la idea de su hija en uno de los lugares más peligroso de la ciudad.
“Luego del primer momento, me dieron muchísimo apoyo. No dejaron de llamarme todos los días para decirme lo orgullosos que están de mí. Y mi pareja, que también importa mucho, me decía ¡esa es mi chica!”
“Luego del primer momento, me dieron muchísimo apoyo. No dejaron de llamarme todos los días para decirme lo orgullosos que están de mí. Y mi pareja, que también importa mucho, me decía ¡esa es mi chica!”
En los centros donde se atienden pacientes sospechosos o positivos a la COVID-19 es obligatoria la rotación del personal cada 14 días, que debe pasar 14 más en cuarentena.
Sin voluntarios no hubieran podido mantenerse funcionando durante los meses críticos de la pandemia en la provincia.
Por eso tiene tanto mérito la decisión de Gisel. Con sus acciones honró aquellas palabras que José Martí pronunciara durante el discurso de conmemoración del inicio de la Guerra Grande: “el verdadero hombre no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber”.
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