Dos mujeres y un objetivo
- Por Sheyla Diaz Figueras / Estudiante de Periodismo
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El camino de Lidia Doce y Clodomira Acosta se cruzó en la Sierra Maestra. No solo como compañeras de combate, con el paso de los años surgió una fuerte amistad. Clodomira, una campesina analfabeta dotada de una inteligencia increíble, comparte sus años de lucha con Lidia, mujer de una risa contagiosa, decidida a seguir los pasos de su hijo, el cual se une a las tropas comandadas por el Che.
El ambiente siempre está colmado de adrenalina. Realizar la labor de mensajeras en el Ejército Rebelde no es tarea para cualquiera. Las estrategias, las emergencias, las operaciones de las tropas, se convierten en secretos que deben llegar a su destinatario sin importar el peligro al acecho.
Arriesgar la vida diariamente para lograr un objetivo tan grande, pero no imposible, como el triunfo de la Revolución, es señal de los principios que se anteponen a cualquier obstáculo del enemigo. Fidel Castro y el Che depositan su entera confianza en estas mujeres, las cuales demuestran su audacia y devoción desde el comienzo.
Es imposible que el miedo no haga presencia en algún momento. ¿Y si las descubren? ¿Qué hacer si las llegan a sorprender con esa cantidad de información y municiones que transportan de un lado al otro?
En su paso por el Ejército Rebelde, Clodomira es capturada por el asesino Sánchez Mosquera. Este ordena que la encierren y le corten todo el pelo. Todo parece estar perdido. Los sacrificios, los sueños, los objetivos que necesitan ser alcanzados son derribados por un instante. De momento, como si de un golpe de valentía se tratase, Clodomira prende fuego a unas mochilas de aquel lugar y corre. Corre tan fuerte que no siente las piernas. La tierra del camino se funde con sus pies. Se aleja del enemigo y se acerca a su responsabilidad: luchar por Cuba.
Al parecer el temor no es un impedimento. Lidia lleva a cabo las misiones con gran inteligencia y destreza. Coloca en un vestido de novia varios papeles comprometedores y los transporta por todo Santiago de Cuba mientras da un viaje con una amiga, como si de un paseo se tratara. Mujer segura y sin miedo alguno. Es consciente de la importancia de sus acciones.
En septiembre de 1958, La Habana recibe a estas dos mujeres para el cumplimiento de una misión. Lidia Doce y Clodomira Acosta se hospedan en la casa de un combatiente clandestino en el reparto Juanelo. Todo parece estar bien, pero nadie ve el peligro impregnado en las paredes de aquel lugar. Ellas y los jóvenes que las acompañaban habían sido delatados.
Llega la madrugada y con ella las balas. En pocos minutos derriban puertas y ventanas. Entran. Las autoridades ganan en número y los golpes se apoderan de los que intentan defenderse. Aparecen las armas. Aquellos jóvenes son acribillados a balazos. Lidia y Clodomira presencian los asesinatos de sus compañeros. Quedan grabados en su memoria hasta los últimos días.
Rendirse no es una opción. Las dos mujeres que allí están, se defienden con uñas y dientes. Las ganas de sobrevivir les dan la fuerza necesaria para enfrentarse al grupo de hombres que más tarde las capturan. No permanecen quietas. Lamentablemente, esta vez, ganan ellos.
La piel de Lidia y Clodomira comienza a arder. Los golpes son cada vez más fuertes y el agotamiento ya es evidente. Son arrastradas hasta la oncena estación de la policía. Transcurren unos días allí y el desconocimiento de lo que ocurriría es motivo de preocupación.
Entra un policía a la celda y las conduce a la novena estación. Débiles y con las huellas de los golpes en el rostro son arrojadas a un sótano. Aquel lugar es testigo de torturas inhumanas por días. Las horas parecen infinitas. El precio por no querer delatar a sus compañeros se ve reflejado en la sangre que cubre sus cuerpos.
La tiranía se da por vencida. Cae la noche y el pánico adorna las costas de La Puntilla. Sus extremidades ya no responden y la incertidumbre se apodera de Lidia y Clodomira. De repente, todo se oscurece. Son metidas en unos sacos llenos de piedras. El mar es testigo de aquella tortura, la cual no tiene resultado alguno. Las hunden y las sacan del agua. Tampoco logran una sola palabra de esas mujeres al borde de la muerte. Se agota la paciencia y arrojan los sacos al mar.
Allí mueren todos los secretos de Lidia Doce y Clodomira Acosta. Dos mujeres que honraron sus nombres y supieron poner en alto la palabra incondicional. A pesar de sus muertes, el objetivo fue logrado: tres meses más tarde, triunfa la Revolución.
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