La guerra no contada

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En la víspera de este 10 de octubre, a más de siglo y medio del alzamiento de Carlos Manuel de Céspedes en el ingenio Demajagua, que marcó el inicio de las luchas por la independencia de Cuba, llegó a mis manos un libro que prometía contenido diferente para este artículo, uno más entre tantos que los medios de comunicación cubanos publicarían para conmemorar la fecha.
 
El texto se titula Los resueltos a morir: relatos de la Guerra Grande, del historiador holguinero José Abreu Cardet (Premio Nacional de Historia 2018). Como todo lector organizado, leí el prólogo.

“Pese a todo el esfuerzo realizado para convertir a los hombres y mujeres del 68 en Aquiles, en semidioses, cada uno de ellos era, esencialmente, un Héctor con todas las debilidades que implica la condición humana…”

Al fin, pensé, una perspectiva no épica.Y continúe leyendo:
“Al igual que los tiradores mambises trataban de cazar a los contrarios en sus combates, procuramos, con muy buenas intenciones, probar la puntería en este breve prólogo para vencer cualquier resistencia del lector potencial a internarse en estas páginas…”
Con esa simpática manera de vender su obra, el autor, definitivamente, venció la mía y me arrastró con él“por las pasiones de la tierra del mambí”.

Fue entonces cuando la Guerra Grande, que yo tenía concebida como una secuencia causal de hechos-fechas-personalidades, caricaturizada hasta cierto punto por las aventuras de Elpidio Valdés, se mostró como lo que fue, como lo que son todas las guerras:la vida trocada en tormento, los ideales puestos a prueba.

Contaba un mambí que “dado el modo de ser del pueblo cubano y las aptitudes de los iniciadores, el movimiento en su principio tuvo mucho de una algarada de gente alegre que se lanza inconsciente a un peligro desconocido, con la esperanza de su poca duración”.

Después, la realidad, dura, cruel, puso los pies de aquella algarada de gente sobre la tierra. Muchas veces, literalmente. ¿Sabe usted cómo lucía un mambí? Un mambí era la viva estampa de la miseria.

“La fuerzas insurrectas en general estaban desnudas y descalzas. La mayor parte de nuestros soldados cubrían sus carnes con un pantalón que no le llegaba más que a la rodilla, por haber utilizado la parte de abajo para remendar el resto. Otros iban cubiertos con un pedazo de lienzo viejo amarrado por la cintura, llevando la parte superior del cuerpo desnuda”.

Los compañeros del coronel Benjamín Ramírez (a él pertenecen esas anotaciones), aun podían conservar el pudor. Carlos Manuel de Céspedes refirió alguna vez que en un campamento encontró a “algunos completamente desnudos”. Otra fuerza insurrecta, tras el combate, desenterró a los muertos del enemigo para apropiarse de sus ropas.

“Las galletas que encontramos en los bolsillos de los soldados muertos nos sirvieron de alimento”,confesó uno de ellos. Comían todo lo que no parecía mortal. “Hacen mucha falta machetes y grasa (que no se pueda comer) para limpiar las armas”, le indicaba Céspedes a su esposa.

El monte no era gentil con los mambises (semi)desnudos. Solo ofrecía mangos cimarrones, y aquellos tenían que incursionar en los poblados o las zonas de cultivo para obtener alimentos, ropas y hasta tabaco... Después de arriesgar así la vida, podían sobrevenir períodos de hambruna.

Según José Abreu, la comida formaba parte de la resistencia o la rendición.
A merced del clima de la isla (“¡Qué país!”, diría Resóplez) y mal alimentados, las enfermedades se convirtieron en otro enemigo invisible.

“Sobre el número de fallecidos o inutilizados por causa de las enfermedades en las filas insurrectas, existe menos información. Esto ha creado la falsa idea de que el mambí era prácticamente inmune a las enfermedades tropicales”, dice Abreu.

Un ejemplo temprano que desmiente esa “falsa idea” data de 1870. “No bien llegué a Naranjo-escribió Calixto García- cuando el cólera se declaró en mi columna. Los casos se sucedían y la muerte del atacado era infalible, pues no teníamos médico ni medicinas siquiera para controlar la epidemia”.

A esos desafíos de la voluntad mambisa se sumaba, por supuesto, la represión de las fuerzas españolas (vale decir que superiores en número y equipamiento).Los ataques desataban el miedo:

“Pasó una partida enemiga de 25 hombres. Rompió el fuego contra nuestra avanzada y ardió Troya. La gente estaba desmoralizada y emprendió la fuga, dejando el campo sembrado de jolongos, estacas, machetes, etcétera”,declaróCalixto García en su diario, rememorando el asalto al campamento enemigo de La Vuelta, en 1871.

La posibilidad del ataquey, por tanto, de la muerteinminente, despertaba la incertidumbre. Nadie podía dominarla, ni siquiera la comitiva presidencia. El 27 de abril de 1872 Céspedes escribió: “Una falsa alarma, la caída de una palma, ha producido tal pánico, que se ha creído prudente retirarse una legua más adentro del bosque”.

Ese estado de pánico se acentuaba cuando faltaba el parque y otros pertrechos necesarios, y cuando a las filas cubanas llegó la noticia de que los españoles había puesto precio a sus cabezas: “4.25 centavos por cada varón y uno por cada hembra que se asesina”.

Esto, en opinión de Abreu, “es posible que sea una exageración. El Estado hispano era bastante tacaño para gastar el dinero. Pero lo importante es que se le daba credulidad en el campo cubano”.

La desconfianza también era natural en la tierra del mambí. Amigos, vecinos, familiares… cualquiera podía caer prisionero y convertirse en guía de los soldados españoles.

El 26 de mayo de 1870, una columna capturó a tres insurrectos. Para salvar su vida, informaron que la familia de Ignacio Agramonte se encontraba en La Güira. La lista de los capturados llegó a 118 nombres, algunos de ellos seguidos por apellidos ilustres del Camagüey: Simoni, Betancourt Cisnero.

Al año siguiente, en territorio holguinero, otros tres cayeron prisioneros. Se negaron a servir de guías y fueron “pasados por las armas”.

“El pánico iba tejiendo en la vida mambisa a héroes y traidores”, dice Abreu.
“Pero lo más significativo de este estado de pánico e incertidumbre establecido por la guerra no fue la presentación [rendición] de muchas familias ni una cantidad significativa de soldados y oficiales, sino que un grupo importante de miembros del Ejército Libertador no se rindiera. Se había creado un verdadero estado estoico”.

Este 10 de octubre, visualizo las penurias de la guerra, la cotidianidad áspera de los mambises. Su miedo engrandece su hazaña: dar pelea durante diez años a la metrópoli española. Sus debilidades, humanas, no hacen sino valorizar el resultado final de ese proceso revolucionario que inició Céspedes en el ingenio Demajagua.

“Los cubanos del 68 constituyeron una especie de República ideológica o filosófica, cuyo objetivo no era organizar un país, sino hacer un país”, afirma el autor de Los resueltos a morir… A los cubanos de hoy, entonces, ¿qué nos corresponde?.
 
 

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