Un país más dulce
- Por Reynaldo Zaldívar
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Cuenta mi abuelo que cuando había zafra recorría con sus compañeros, muy jóvenes todos, largos kilómetros a pie en busca de trabajo. A veces iban desde un municipio a otro. Lo importante era trabajar. No había muchas opciones, y aquella, aunque dura, sacaba a la familia adelante. Se trabajaba bajo el sol todo el día, bultos y bultos de caña cortada y apilada sin otra tecnología que sus brazos y espalda de acero.
Mi abuelo, picando caña, se ganó viajes como turista. Claro, él no era de salir lejos de su terruño y cambió los viajes por útiles para la casa.
Así tuvieron refrigerador y equipos modernos en aquel campo remoto. Por esos años, cuando el trabajo para producir azúcar era lo más común, buenos macheteros se ganaron viajes al exterior por sobresalir en la tarea. Estimular de este modo al sector obrero fue una práctica en los primeros años de la Revolución.
Lo más difícil, me cuenta, era cortar caña quemada. Esto se hacía para eliminar las malezas que impedían el corte y posibles plagas como ratas, víboras o algún majá que pudieran dañar a los macheteros. El sudor se mezclaba con la ceniza oscura de la caña y quedabas cubierto de una pasta negra repugnante. Los que han realizado ese trabajo se jactan bromeando de que "esta generación no sabe de trabajo... trabajo, la verdad, es cortar un campo de caña quemada".
Yo crecí oyendo esas historias, muy cerca de un central. Uno bien grande, con dos chimeneas que podían verse a pueblos de distancia. Cuando estaba moliendo, por ellas salían partículas de ceniza y hollín que viajaban increíbles distancias, llenando los caminos y manchando la ropa. Pero el pueblo estaba feliz, porque los hombres tenían trabajo y en casa había azúcar en abundancia. Si algo disfrutaba era ver pasar los trenes. Aquellas máquinas eran dos veces enormes ante mis ojos de niño.
¡Parecían tan fuertes y estables! Siempre pensé que no desaparecerían nunca, que algún día manejaría una de esas bestias de hierro y sonaría el silbato a ritmos diferentes para que las personas me reconocieran.
Del central de mi pueblo solo insisten las chimeneas que se levantan mudas ante el paisaje, algunas piezas decorando el parque y la locomotora a la entrada donde se fotografían los turistas. Mi pueblo ha cambiado su modo de producción económica. Hoy van en guaguas hacia su trabajo y pueden usar ropas blancas sin que el hollín las manche. Pero todos echan de menos el central, el chirriar de los trenes y la abundancia del azúcar.
Cuba celebra hoy el Día del Trabajador Azucarero, en recordación de la Ley número 890, del 13 de octubre de 1960, que puso en manos de la Patria 105 centrales, como respuesta a las medidas que Estados Unidos había impuesto a la naciente Revolución, pretendiendo rendirla por hambre y escasez. Algunos no recuerdan las causas, porque se hace fácil el olvido cuando la inmediatez se yergue en necesidades, fría y escuálida. Para eso son estas notas: para recordar.
En mi pueblo ya no tenemos central. Sin embargo, la historia de mi abuelo es un festejo, la imagen de muchos hombres dignos y laboriosos. Para ellos estas líneas: el aplauso para los que insisten, a pesar de todo, en hacer de Cuba un país más dulce.
Comentarios
Decición correcta? me parece que no.
Mira ahora la escases de azucar que hay. Pena deberia dar, en un pais productor de azucar.