Sin disfraz para el amor
- Por Abel Isaac Cruz Padilla
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Algunos dirían princesa. Yo no. Es muy fácil vivir con la mitad de tus sueños cumplidos sin esfuerzos. Y ella merecía sus vestidos. También sus tres príncipes. Farsantes: los tres fingíamos ser el príncipe azul, cuando en realidad éramos unos enanos que la cuidaríamos hasta que llegara un príncipe brujo y la convirtiera en su reina para siempre.
Vivir para ambos
Temía a ese, a lo que pudiera hacerle. Pero también me atemorizaban los otros dos aspirantes al lecho real. No tenían malas intenciones, procuraban hacerla feliz, pero podrían hacerse de su compañía por unos meses, o tal vez más.Yo era igual que ellos: enamorado, fiel, tonto… mis oportunidades no diferían mucho. Y las de nosotros tres resultaban enanas ante las de cualquier príncipe brujo.
Como había llegado tarde a la guerra de engaños me sentí en desventaja al no conocer bien el espacio en que me desplazaba. Tampoco estaba seguro de quedarme y pelear hasta morir o vencer. Mi intención era dar unos cuántos zarpazos y si con eso no derrotaba a mis rivales entonces me iría antes de terminar con graves heridas. Estaba enamorado. Pero no tanto como para desfallecer por ella. Aún no. Primero debía mostrarme si valía la pena. Aunque en el fondo eso no era obstáculo. Estaba enamorado. Así me rompiera ella en mil pedazos seguiría con anhelos de tenerla. Ese era el mayor error y lo advertí antes de atacar, antes que mi torpe mirada le dijera a gritos: “Me muero por ti”… u otra cursilería que me descalificara con inmediatez.

Uno de mis enemigos disfrutaba parte de su tiempo con ella, estaba seguro: eran novios. Me desesperé. Los celos y el temor a no tenerla martillaron sin piedad. No importaba quién fuera el “afortunado” o si la amaba, incluso más que yo. Tampoco si podía darle un mejor futuro. Nunca reparé si mi dote era suficiente para ella y mejor así, hubiera perdido tiempo. La quería para mí. Preparar un rápido ataque podría darme esperanza. Mas no sabía cómo… mis probabilidades eran casi nulas… y el tiempo otorgaba ventaja al otro concursante. Entonces descubrí que había un tercer cazador. Algunos decían que aún estaba enamorada.
¿Aún? Eso significaba que antes… ¡No! La lucha era desproporcionada… un viajero como yo… Jamás podría… Tal vez sí ¿Pero cómo?
Todavía no llegaba el príncipe brujo que la hechizaría para siempre, y hasta le haría daño. Pero ella lo escogería a él ¿Por qué? No lo sé, quizá porque su magia granuja es demasiado seductora, quizá… Da igual el porqué, los escogen a ellos y se apartan de quienes podemos cuidarlas y luego sufren pero no vuelven a nuestra protección: siguen al embaucador.
Nosotros, simples enanos, aún no la convencíamos de ser los mejores para cuidarla. Y la aristócrata ni siquiera imaginaba que yo era parte de la guerra. Entonces vi que la única forma de quedarme con ella era convirtiéndome en un príncipe brujo.
Me puse una máscara de mentiras pero sin quitar los espejuelos. Quizá si observara mis ojos descubriera el engaño. Cambié el timbre de mi voz. Vestí mi cuerpo como ellos, con una elegante capa de arrogancia y me ceñí un cinturón cargado de aparentes frascos de hechizos. Tomé algo parecido al veneno de la manzana y lo unté en mis manos y en un ramo con doce flores. No gusto de regalar flores, pero ¿acaso no soy un timador? Por primera vez salí a su encuentro. Bastó con que viera las rosas, escuchara unas pocas palabras y un roce de mis manos ponzoñosas alterara su piel. Ya era mía. Mis enemigos fueron destruidos en instantes.
Los meses pasan y… Por ahí viene… Mejor cubro mi rostro otra vez con la máscara. Todavía cree que soy el príncipe brujo. Todavía uso los lentes. Parece que el disfraz nunca importó tanto. La culpa es de los espejuelos.
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