Deudas
- Por Rubén Rodríguez González
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Le llamaba Gloria del celeste Holguín, en alusión a los epítetos que se le endilgan al país de sus ancestros. Fue incansable al frente de la Colonia China, cuyo quehacer dinamizó. La conocí en un evento donde se empeñaba en resaltar el elemento oriental dentro del ajiaco cultural cubano.
Gloria Chin Alonso seducía con sus modales, su tenacidad, su conversación nutricia, como las recetas gastronómicas que me refería en nuestras charlas casuales, porque el azar nos reunía en las esquinas, quizá por la mística que poseen las encrucijadas.
Generosa sin alarde, fue mi proveedora de vitaminas de cualquier procedencia y composición, que me hacía llegar en frascos o pequeños envoltorios; a veces, la mitad de las que recibía para sus huesos. De vuelta de un viaje a Nueva York, me trajo una cucharita adornada con una flor sutil.
La plaga numérica que nos vetó las calles hizo que la viera poco en estos últimos años, pero bastaba un encuentro para renovar los votos de respetuosa amistad. Su salud se resentía por caídas y fracturas, pero su vocación libertaria la impulsaba al sol.
La última vez, iba Gloria despacito por la acera del Saratoga, envarada por un cinturón ortopédico y empuñando el bastón, enfundado su pie de china en delicadas zapatillas de tela. Detuvo su paso leve para ofrecer noticias, informar sobre sus malestares sin quejarse, recordándome que le debía aquel artículo sobre la presencia china aquí. Cuando se murió, en agosto, evoqué el leve apretón de manos con que me despidió aquel día.
Le llamábamos el Perro, porque así le bautizaron los devotos rockeros, a razón de su pasión por esa música, sobre la cual fue un erudito, al igual que del arte contemporáneo, en cuyos entresijos ahondó como ninguno. Cuando deseábamos, para el periódico o el suplemento Ámbito, una buena crítica, que “eviscerara” un hecho artístico, lo analizara sin describir y alcanzase su meollo estético en un alarde de síntesis y discernimiento, se la pedía a Ramón Legón Pino. El texto llegaba como una perla: perfecto, no le sobraba ni una coma.
Como profesor de la enseñanza artística, devino una especie de mito paradigmático. Padecía algo así como un complejo de Pigmalión porque sentía necesidad de modelar y perfeccionar. Quienes fueron sus alumnos en el Alba y el ISA le recuerdan accesible pero estricto, en el sentido en que el rigor académico obliga a crecer en sabiduría a quienes lo sufren. Franco y valiente, desplegaba su arsenal retórico y disfrutaba el magisterio.
Yo subía cinco pisos hasta el apartamento que compartió con su amor de la vida, la escritora Mariela Varona, y entre montañas de volúmenes y publicaciones, la mejor música del mundo, los clásicos del cine que no hallas en ninguna parte o las novedades menos publicadas de cualquier arte, recibía su amable deferencia y locuacidad deslumbrante, el café espectacular y afecto sincero, supervisado por sus gatos estrambóticos.
Fue intelectual de valía y un erudito de cultura enciclopédica. Amaba la polémica, pero jamás discrepamos gracias al respeto mutuo. El cáncer que le barrió como un mal soplo a los 59 años, impidió que leyera mi novela donde le convierto en un perro oracular, recluido en una torre altísima, que es el protector espiritual de un reino.
Me voy a morir lleno de deudas con los muertos.
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