John Connor, la pulga y la COVID
- Por Rubén Rodríguez González
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Por estos días, he estado celebrando mis efemérides particulares porque hace ya un año de la pérdida del olfato y su recuperación, el test rápido y el PCR positivos, el ingreso en el Clínico Quirúrgico y luego en el Militar, una experiencia traumática en aquel momento sin vacunas, en que la COVID-19 tenía la categoría de plaga apocalíptica, aunque a muchas personas les “resbalaba”.
Me han escrito en las redes que olvide el trance y viva mi vida como, si de alguna manera, el olvido privara de las secuelas y de la tremenda conciencia de la gravedad de este virus “de laboratorio”, que a la postre coronó a la ciencia cubana con la hazaña inmunológica de varias vacunas “made in Cuba” con rango impresionante de efectividad. Sin embargo, también con vacunas, a mucha gente le sigue “resbalando”.
En ocasiones, emulo el chiste del perro y la pulga, aquel donde un estudiante solamente aprende la descripción del ácaro para un examen, o el cuento de los fenicios, donde otro alumno estudia únicamente las características de ese pueblo marino; en ambos caso, el hábil finalista conduce su disertación durante la prueba al campo que conoce: la pulga o los fenicios.
Aquí, a la fuerza nos hemos vuelto expertos en estadística, pronóstico y probabilidades; hablamos de olas como si fuéramos surfistas y hemos aprendido el alfabeto griego; nunca antes se había estado tan pendiente de la situación mundial y de los avances de la ciencia médica, e igual que se discute sobre el fútbol, se polemiza sobre la efectividad de la Pfizzer, la Sputnik –con que se han inmunizado algunos de nuestros “callejeros viajeros”-, la Abdala y la Soberana.
Con nostalgia, hemos recordado a la tía abuela Andrea, y nos hemos sentido John Connor, el niño de la saga de Terminator, y su entrenamiento, al evocar las rutinas sanitarias de la anciana, que nos obligaba al lavarnos las manos con alcohol de bodega (la botella tapada con tusa de maíz detrás de la puerta de entrada) y luego con un antiséptico tarugo de jabón Batey, y vetaba sentarse a la mesa con ropa de calle; echaba a los niños con síntomas de catarro, con los cuales no se podía jugar, y prescribía la separación de vasijas y el aislamiento doméstico de los enfermos, a partir de sus empíricas nociones de contagio y trasmisión. Murió a los 102 con una salud de hierro y tenía un primer grado aprobado, lo máximo que pudo por ser del campo y pobre.
De mi propio contagio con el SARS-CoV-2 y las innumerables conversaciones con otros pacientes, sale el convencimiento de que un número considerable de contagios, y lo corroboran los datos del sistema de salud, se debieron, deben y deberán a la nula percepción del riesgo, la temeridad soberbia y el irrespeto a los protocolos sanitarios establecidos, publicados, replicados, televisados, radiados, impresos, amplificados y repetidos hasta la machacante saciedad. Y también ignorados, como si el encierro prolongado y la saturación informativa les hubiesen anulado el discernimiento.
Yo sigo evitando el manoseo y el besuqueo. Me rocío los zapatos con cloro y las manos con alcohol. Reconozco al azar haber enfermado en febrero de 2021, cuando la situación no era crítica y antes de que los hospitales colapsaran. Intento no enfermar otra vez ni contagiar a las personas cercanas, mientras aguardo por mi refuerzo de Soberana Plus y agradezco infinitamente los 13 mil USD que la Salud Pública cubana invirtió en mí, el costo de un tratamiento estándar por COVID-19, con internamiento y sin complicaciones, en cualquier parte del mundo.
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