Tiene la palabra el acusado

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Fotos: Tomadas del libro La generación del Centenario en el juicio del Moncada, de Marta Rojas.
 
Hoy concluye el juicio más trascendental de nuestra historia republicana. Se efectúa la última vista, la última parodia de justicia con la que el gobierno pretende enterrar para siempre lo acontecido aquella madrugada.
 
A diferencia del resto del proceso, que inició el 21 de septiembre y en el cual han sido juzgadas más de cien personas, no estamos en el Palacio de Justicia; sino escondidos en un salón estrecho, improvisado, del hospital civil.

 
Son las 9:00 am. Traen, escoltado, al acusado principal. Viste un traje azul marino, camisa blanca y corbata negra. Como en la primera sesión, cuando todavía no lo habían aislado, está bañado en sudor. El calor en Santiago es sofocante.

Durante más de dos meses lo mantuvieron incomunicado en una celda apartada de la cárcel de Boniato. Forzados, los médicos del penal habían firmado un certificado donde constaba que “un estado nervioso sin mayores complicaciones” le impedía asistir a la tercera sesión del juicio.

Con la nación pendiente de la Causa 37, el presidente y su ejército temían que hiciera públicas ciertas verdades atroces. Aunque el Tribunal exigió su presencia en reiteradas ocasiones, sus custodios, en abierto desacato al poder judicial, lo separaron del proceso.

 
El Colegio de Abogados de La Habana había designado, para que lo representara, a su propio decano, el doctor Jorge Plagiery. El letrado no pudo cumplir su encomienda porque jamás tuvo la oportunidad de conversar con él en privado.
Ahora, al joven acusado le alcanzan una desgastada toga negra: asumirá su propia defensa.

A un timbrazo del presidente del Tribunal de Urgencia, Adolfo Nieto, inicia la sesión:“Póngase de pie, haga el favor, usted está acusado de auspiciar una insurrección armada para derrocar al Gobierno constituido, responda al Ministerio Público…”

El fiscal, Francisco Mendieta, es breve. Se limita a preguntarle si participó en los hechos del Moncada el 26 de Julio… “Efectivamente”… Si el propósito era derrocar al Gobierno… “No podía ser otro”.

Declaran los testigos de cargo. La autodefensa interroga al comandante Andrés Pérez Chaumont, quien se encargó de capturar a los asaltantes una vez fracasada la acción. Dice que en esas incursiones por los campos su patrulla sostuvo tres combates y causó 18 bajas al enemigo.

“¿Y de parte de ustedes hubo bajas, muertos o heridos?”, insiste el acusado, ahora acusador. “Uno o dos heridos”, responde Chaumont.

 
“¿Y cómo se explica usted que del grupo nuestro no hubiera heridos, sino solamente muertos?... ¿Usaban acaso ustedes armas atómicas?”

Una vez terminado el examen, el fiscal presenta su informe, increíblemente sintético: “Interesarle la pena que indica en su Apartado B el artículo 148 del Código de Defensa Social, agravando en un tercio para el líder del Movimiento. Nada más”.

El fiscal no puede ofrecer argumentos para castigar una actitud justa en todos los sentidos, pero en solo dos minutos es obligado a solicitar su encierro por más de un cuarto de siglo.

El líder del movimiento sabe que lo condenarán a la cárcel, al silencio, al olvido. Le corresponde el turno de pronunciar su alegato final y aprovecha esa oportunidad, quizá la última, para clavar sus razones en el recuerdo de los escoltas, los juristas, los escasos reporteros y algunas atrevidas enfermeras:

El artículo en el cual se justifica su condena plantea que “se impondrá una sanción (…) al autor de un hecho dirigido a promover un alzamiento de gentes armadas contra los Poderes Constitucionales del Estado”. El gobierno de Fulgencio Batista, establecido mediante un golpe de estado que suprimió por la fuerza la carta magna de 1940, no es un poder constitucional.

Alega que se rebelaron contra el despotismo y la tiranía de ese gobierno, lo cual es reconocido como un derecho inalienable de los pueblos desde la Edad Antigua hasta la Modernidad.

Explica que su objetivo era reformar el país, resolver los problemas de la tierra, la industria, la vivienda, la salud, la educación…

Cuenta los detalles del asalto; denuncia la tortura y el asesinato de sus compañeros: les arrancaron los ojos, les extrajeron dientes, les trituraron los testículos, les inyectaron alcanfor, los obligaron a cavar su propia tumba…

Habla por más de dos horas. Todos lo escuchan admirados; nadie cree que puedan hacerse realidad sus propósitos de cambiar la vergonzosa realidad de Cuba. No obstante, a la altura del 16 de octubre de 1953 Fidel Castro es ya un visionario:

“En cuanto a mí, sé que la cárcel será dura como no lo ha sido nunca para nadie, preñada de amenazas, de ruin y cobarde ensañamiento, pero no la temo, como no temo la furia del tirano miserable que arrancó la vida a setenta hermanos míos. Condenadme, no importa, la historia me absolverá”.

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Comentarios  

# Pichulin del monte 16-10-2020 12:07
Muy bonito trabajo. Tienes que hacer tiempo para tu muchas ideas.
Gracias
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