Mi Carlota
- Por Rodobaldo Martínez Pérez
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Con 22 años, recién cumplidos, llego a Angola. Para mí, en aquella época, era solo un diminuto punto de la geografía universal. Integro las primeras tropas cubanas enroladas en una guerra, a finales de 1975.
Agostinho Neto, presidente angolano, pide a Fidel ayuda solidaria, allá se juega el destino del cono sur africano: de una parte las divididas fuerzas internas y, del otro, Sudáfrica, empeñadas en impedir la proclamación de la independencia, de casi medio milenio, de colonialismo portugués.
Mi historia comienza con una entrevista periodística al entonces comandante Alfredo Ballester Parra, jefe del Comité Militar de Oriente Norte, quien el sábado 22 de noviembre me cita a su oficina, para saber si estoy dispuesto a cumplir una misión internacionalista. A las 4 y 45 de la madrugada del 23 tocaron a mi ventana y, así, me enrolo en tal experiencia.
Angola siempre será la tierra del bautismo de fuego de muchos cubanos, de nuevas amistades, el tiempo de mi hija mayor de meses, del sufrimiento callado, en especial de mi madre por mi ausencia imprevista, de la primera vez que salgo de casa sin saber hacia dónde, de mi juventud madura a golpe de aquel suceso, de la muerte de compañeros, de minas antitanques arrasadoras de vidas y de un menos enorme a mis seres queridos y a mi Cuba, de cientos de miles de ansiadas cartas alegres, tristes, emotivas.
Salgo de Holguín como liniero en un batallón de tanques del Ejército Oriental, como el combatiente 12 mil 656 y, en una oscura noche del 22 de diciembre, a bordo de un Britamnia, (marca de avión no apto ya para esas travesías), cruzamos el Atlántico, en un viaje de largas horas y varias escalas.
Confieso que cuando llego a Luanda, con el sigilo y ajetreo de un país en guerra, ya no traigo los rasgos de la adolescencia tardía, ni la inmadurez a flote. Me hago hombre, en una guerra, en la cual arriesgo y aprendo, como el acontecimiento más importante de mi vida.
Cuando quiero recordar emociones trascendentales, de total conmoción, pienso en la Angola, la de Operación Carlota, que dura 15 y medio años, hasta el 25 de mayo de 1991, con más de 300 mil combatientes, 50 mil colaboradores y 2 mil 106 hermanos caídos.
El nombre de Carlota era ya, de por sí, un símbolo, de una negra lucumí que, junto a Fermina y otros más encabezan una rebelión de esclavos en Matanzas, en noviembre de 1843.
Aunque no era oriunda de Angola, ni de la cuenca del río Congo, de esos parajes proceden más de la tercera parte de los africanos secuestrados para trabajar, como esclavos, en cañaverales, vegas y cafetales en Cuba.
Quienes viven estas emociones saben que no pueden olvidarse escenarios tan significativos en nuestras existencias, como cumplir una misión, cuyo retorno, a pesar del optimismo, siempre es incierto.
Sentimos el dolor infinito por los horrores de la guerra, de ver morir a amigos, familias angolanos exterminadas, palpar de cerca los peligros, no poder evitar las nostalgias, pasar vicisitudes, saber crecerse y, sobretodo, la conciencia de la utilidad con quienes nos pidieron ayuda.
A partir de ese momento, Angola nunca más fue ese punto desconocido en el mapa africano, Tierra de gente buena, de cariño y agradecimiento, un cúmulo de vivencias como internacionalista cubano y la posibilidad de poner en alto la palabra que nos identifica en el mundo: Solidaridad.
Parafraseando al Che: el sitio donde ofrecimos la existencia, para demostrar nuestras verdades.
El regreso de allá no fue menos epopéyico, lo hicimos en barcos con unos 18 días de navegación, con todas las dificultades que supone un transporte inadecuado para esos fines, con una carga sobredimensionada.
El regreso de allá no fue menos epopéyico, lo hicimos en barcos con unos 18 días de navegación, con todas las dificultades que supone un transporte inadecuado para esos fines, con una carga sobredimensionada.
Una concentración de provincias y regiones cubanas era cada barco, con sus características: pelota, música o moda. El abundante canje de pertenencias, como una forma de atesorar recuerdos: relojes, gafas, equipos de músicas, pañoletas eran parte de ese botín intercambiado.
El XXIII aniversario del 26 de Julio lo celebramos en el mar con una comida mejorada y una cerveza cubana. La mía, al abrirla, rompe el pico de la botella, tuve que colarla con un pañuelo, que ya no era blanco y, beberla, como en el mejor restaurante.
Al fin la voz estremece a todos: ¡Cuba a la vista! Al alcanzar a la costa sur, dos barcos van para Santiago de Cuba y el resto para La Habana. Casi al filo del mediodía, del 31 de julio entramos al puerto del Mariel. Desde una lancha nos dieron la bienvenida, por un altoparlante, con frases patrióticas y elogiosas, con extraordinaria carga emocional.
Todos queríamos bajar primeros por la estrecha escalera. Al pisar la tierra cubana se realizan disímiles rituales desde besarla, golpearla, cogerla en la boca, tenderse, empaparla en lágrimas…
Este grupo era el segundo en llegar a Cuba, luego de la partida masiva hacia Angola en 1975. Mi familia, vecinos, amigos y compañeros del periódico ¡ahora! me esperan desde hacía varias noches, pero al final llego en el silencio de la madrugada, a las 4 y 45, a la misma hora que me fui y doy la sorpresa a todos.
Entre tantas cosas guardo medallas, certificados, un viejo diario amarillo, con hojas arrancadas a ex profeso, una libreta con direcciones, que nunca ocuparon sitio en los sobres, un espacio obligado en mi autobiografía y, entre las cartas, las mi madre: “Hijo mío, ya sabes, aquí tu mamá esperando con paciencia tu regreso”.