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Céspedes: como un sol de fuego

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En el convulso siglo XIX cubano, Carlos Manuel de Céspedes constituyó símbolo de la gloriosa rebeldía nacional. Destacó su visión política y actitud digna, aun cuando aquellos que le debían respeto al Presidente de la República conspiraron en su contra y, con ello, dejaron sellada la antesala de su muerte.


Desidias, odios y rencores marcaron sus últimos meses de vida. Tras años de contradicciones con miembros de la Cámara de Representantes, finalmente en 1873 se hacía efectiva la deposición de Céspedes de su cargo y, con ello, estallaban de golpe las bajas pasiones que sus detractores disimularon mientras ocupó la presidencia.

Se dice que algunos allegados le instaron a asumir una dictadura e, incluso, a que hiciera uso de las armas para resistir a la Cámara, pero él se negó a aquellas propuestas. Su integridad le impedía pisotear de esa forma la vigente Constitución de Guáimaro y su compromiso con la causa independentista le hizo acatar la decisión sin protestas, pues sabía que provocar más enfrentamientos entre los cubanos era sinónimo de destruir la revolución.

Sin embargo, el hombre del 10 de Octubre no fue tratado con el mismo respeto. Pocos días después de ser destituido, la Cámara lo despojó de su escolta y sus ayudantes y, durante meses, fue obligado a seguir al Gobierno.

Las intenciones de Céspedes eran salir al extranjero para reunirse con su esposa, pero no quiso dar aquel paso como un desertor. Esperó la autorización del Gobierno y la respuesta fue negativa. Ante esta situación, se le confinó en la finca San Lorenzo, en la Sierra Maestra, donde vivió sus últimos días.

Allí el Padre de la Patria seguía una sencilla rutina. Como entretenimiento, cultivaba aún su pasión por el ajedrez, recibía visitas y disfrutaba de hacerlas, enseñaba a leer y a escribir a dos niños del lugar y los instruía en el arte de la declamación. Aprovechaba el tiempo también para escribir largas cartas a su esposa Ana de Quesada y para esbozar ideas en su diario, cuya última anotación dedica a plasmar sus opiniones sobre sus enemigos, quienes lo llevaron allí.

El 27 de febrero de 1874, Céspedes viste con una elegancia fuera de lo habitual y que resultaba extraña dada la escasa formalidad del ambiente campestre. En medio de la tranquilidad cotidiana, una niña avisa de la presencia española.

El patriota toma su revólver y corre entre la maleza en busca de un farallón por el que piensa despeñarse con tal de no ser agarrado vivo. Los españoles emprenden la persecución entre tiros y se acercan cada vez más. Ya al borde del barranco, Céspedes dispara a un sargento.Su rival devuelve el tiro a quemarropa, le perfora el corazón y el prócer cae, al decir de Manuel Sanguily “como un sol de fuego que se hunde en el abismo”.

Susana Guerrero Fuentes
Author: Susana Guerrero Fuentes
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Licenciada en periodismo. Siempre es un buen momento para contar historias

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