Sobre el recuerdo más bien enorme de Eliseo Diego
- Por Rubén Rodríguez González
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El mayor tesoro de mi pueblo era la biblioteca. Allí me dejaban husmear entre los libros, incluso aquellos que me estaban vedados por mi edad. Entre los volúmenes, descubrí uno particularmente atractivo. Estaba ilustrado con grabados antiguos y hasta su título atrapaba: Muestrario del mundo o libro de las maravillas de Boloña. Como a ojear y hojear solo les diferencia una letra muda, leí:
Estas son todas las herramientas de este mundo. Las herramientas todas que el hombre hizo para afianzarse bien en este mundo.
Estas son las navajas de filo exacto con que se afeita el tiempo.
Y estas tijeras para cortar los paños, para cortar los hipogrifos y las flores y cortar las máscaras y, en fin, para cortar la vida misma del hombre, que es un hilo.
Estas son las sierras y serruchos —también cuchillos, sin dudas pero imaginados de tal modo que los propios defectos del borde sirvan al propósito…
Y esta es una paleta de albañil…
Parecía como si el autor hiciera un inventario de mi vieja casa de madera, donde incluso el piso era de tablones y donde vivía un carpintero y albañil cuasi bíblico, mi tío abuelo, que era un caballero y un hombre honorable, aunque se cagara en el santísimo cuando las palomas de mi padre dejaban caer sobre él y su banco y sus herramientas todas, aquella lluvia viscosa. Allí estaban las tijeras de mis tías modistas, a las que agregué las agujas, y la cinta métrica de dos caras: por una, centímetros y por la otra, pulgadas, para medir talles, porque entonces no se decía cintura; y bustos, porque allí no se decía senos y mucho menos tetas, y hombros y caderas… Aquel señor escribía una poesía tangible llena de pequeñas cosas, y por eso, cercana, amable, íntima, comprensible para un niño introvertido de apenas nueve años, al que le gustaban los libros y las cosas viejas. Los grabados del cuaderno de tapas duras y con chaleco… ¡ah, los grabados!, ellos remitían a un tiempo anterior, que mi almita anticuaria amaba. En cuanto a las navajas, me rondaría el verso correspondiente cuando, leyendo a la Loynaz, saltó la imagen de que la hoja de afeitar es cuanto separa al hombre de la bestia:
Con la navaja y el jabón realiza el hombre la cotidiana apostasía de su origen animal y selvático. Cuando el hombre se afeita, se libera del Adán bíblico, humillado, expulsado de su propio reino, y del mono de Darwin, más humillado todavía, sin tentación en qué caer, sin dios que desafiar…
Además de su raigal cubanía, a ambos, a Eliseo y a Dulce María, como a Piñera y a Lezama, les une el don de saber nombrar las cosas. Saber cómo llamarlas fue siempre lo primero, como en el Poema de la Creación de los babilonios, en cuyo principio las cosas sin nombre no existían: en lo alto los cielos no estaban nombrados y la tierra aún no tenía nombre. Es lo que ocurre con la buena literatura, que inevitablemente hilvana puentes hacia otras fuentes de la sabiduría universal y abre puertas hacia el conocimiento y la belleza.
En la época en que coleccionaba frases, especie de bastones que me ayudaban a andar, y a pensar, apuntalándome el pensamiento y la fe, trazándome a ciegas caminos en la vida, también estaban aquellas palabras suyas, hermosas y amplias, iluminadas y abiertas a los vientos como templos: Quién vio jamás las cosas que yo amo… tomadas del poema, hasta el título está pleno de alusiones, “Nostalgia de por la tarde”, que dedicara a su esposa Bella García-Marruz.
Cerrado el libro que dejé abierto hace dos párrafos, y devuelto al estante ante la mirada de la bibliotecaria, quedó el recuerdo fijado hasta hoy. Ese fue el día en que descubrí a Eliseo Diego, un autor cuyo nombre el corrector ortográfico se empeña en acentuar: Elíseo, invitando a un mar de asociaciones, desde los Champs Elisées parisinos hasta el sitio a donde, según los antiguos, iban a parar las almas bienaventuradas en el cielo. No recuerdo si, durante mis estudios, fue Eliseo Diego visitación obligada en los programas escolares, cargados de nombres y fechas y taxones, y donde había que nombrar las cosas, pero eran otras las cosas, no las del poeta. Así, aprendí cómo llamar a las cosas por su apariencia, no en su esencia.
Años después, descubrí en el suplemento Ámbito, aquel donde al cabo del tiempo también yo trabajaría, una entrevista a Eliseo Diego. El equipo de redacción había logrado el raro arte editorial de separar el trigo de la cebada, la paja y la cizaña, para componer sus entregas mensuales, y la conversación con aquel señor de barbas patriarcales era una de aquellas joyas que, de mes en mes, disfrutábamos.
Alrededor del poeta y sus visitas a Holguín, floreció una anécdota profesional divertida, aunque cruel. Buscaba una amiga reportera el casete de video donde había atesorado su entrevista, cuando una colega, con auténtica ingenuidad, le advirtió, como excusándose, que había utilizado la matriz electrónica para grabar unas imágenes de zafra, porque le hacía falta y, además, las imágenes del viejito de la barba no tenían calidad. Eso nos contó la compungida reportera cultural en aquel acogedor y auténticamente bohemio café que hubo en los bajos del edificio Pico Cristal, donde a uno se le iba el tiempo a finales de los años ochenta y primeros noventas.
Comenzando el milenio y en La Habana, ayudaba a una amiga a buscar una dirección, con esa tozudez ignorante de los hombres de tierra adentro y mucha voluntad de acompañar, eso sí; cuando en un sitio específico, ella me dijo que esa era o había sido la calzada más bien enorme de Jesús del Monte, donde la mucha luz forma otras paredes con el polvo…, y los versos se quedaron grabados como con hierro candente en la memoria, inasibles pero precisos para describir los impalpables muros, que la tarde levantaba entre el tráfago de automóviles, dejando en el corazón un poso desconocido de indescriptible nostalgia, el mismo que me estruja el alma cuando escucho los lamentos de Carlos Varela por la Ciudad de las Columnas. Y fui remitido a las tardes de domingo, allá en la infancia, cuando un yo pequeño, catecúmeno y saltador, miraba arrobado el modo en que la luz del domingo, esa que es dorada en invierno y blanca en el verano, formaba espirales de polvo y hacía relucir el suelo apizarrado de la parroquia más bien pequeña de Jesús del Monte.
No hay modo en que lea poesía o escuche las grabaciones de Eliseo leyendo su poesía, o tan solo hablando, en que no me invada una inevitable nostalgia por las herramientas todas del hombre, las cosas amadas, la magia de la luz y la familiaridad de las pequeñas cosas cotidianas, esas que aprecia en su íntima grandeza el hombre de familia; y la suya, como otras, nació a la sombra fundacional del árbol del grupo Orígenes. Siento nostalgia por la conversación nunca realizada con el poeta, porque entonces yo era demasiado chico, o demasiado tímido, o estaba demasiado lejos, y cuando fue tiempo, y hubo oportunidad, ya él no estaba. Es entonces cuando me refugio en sus páginas, que son el mejor modo de conocer a un escritor, en ese diálogo privado y mágico que solo puede encontrarse en las páginas que vivió, porque —esto lo aprendí después— si lo escribes, lo vives.
Hoy, Eliseo Diego hubiera cumplido un siglo. Está considerado uno de los mejores poetas del continente, fue traductor y mereció el Premio Nacional de Literatura y el Premio Internacional de Literatura latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo. Además, escribió para los niños y lo hizo bien. Todas estas son razones para acudir a su obra. Sin embargo, a medida que pasan los años y me asaltan temores de trasnoche, esos que tienen que ver con la fugacidad de la vida y sus asechanzas, y con el alma y su trascendencia, siento que me acerco a la poesía de Eliseo en su justa dimensión humana, reflexiva, madura, sabia, hermosa como su testamento, esa frase que solamente puedo aquilatar desde que cumplí cincuenta: Les dejo el tiempo, todo el tiempo…