Guillermo del Toro o el moderno Frankenstein

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Este artículo contiene spoilers de la película Frankenstein (2025) y de la novela Frankenstein o el moderno Prometeo (1818)

Si te dieran a escoger la persona encargada de realizar una nueva adaptación cinematográfica de Frankenstein, pocos candidatos podrían rivalizar con el hombre que en su mansión tiene una estatua a tamaño real del maldito Boris Karloff.

Tampoco te tardarías demasiado en escogerlo si sabes que se trata de un cineasta con una recurrente fijación por lo macabro, al que esto no ha impedido amasar éxito en taquilla a la vez que importantes premios como el Óscar.

Estoy hablando, por supuesto, de Guillermo del Toro, la aparente opción ideal, pero que con su nueva película, Frankenstein (2025), nos plantea una cuestión: si algunos proyectos soñados son demasiado buenos en teoría para producir resultados de calidad en la práctica.

A más de doscientos años del nacimiento de la novela de Shelley tras una noche de lectura de cuentos de fantasmas en la villa de Lord Byron, Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) conserva de buena manera los valores que la definieron: la originalidad de sus ideas, la profundidad de sus personajes y lo trepidante de su trama.

Las múltiples adaptaciones cinematográficas, si bien han contribuido a moldear la visión que tenemos sobre el relato, flaco favor han hecho en transmitir la genialidad del mismo.

Dado que Del Toro siempre se ha confesado fanático de la obra de Shelley, mis expectativas con el filme eran bastante altas. Por desgracia, termina por engrosar esa lista de adaptaciones a medias como una más del montón. Pero bueno, vamos por partes.

Quisiera comenzar con el punto en el que casi todos estaremos de acuerdo: la película es dueña de una visualidad hermosa. Sin pretensiones por recrear una ambientación histórica realista, las elecciones en el vestuario y escenografía conforman un universo gótico-steampunk deslumbrante al que solo se le podría echar en cara un preciosismo excesivo, aunque esto resulta coherente con la propuesta de Del Toro.

Ahora bien, ¿qué es lo que no termina de cuajar? Si asumimos a Frankenstein (2025) como una reinterpretación de la historia original, ¿qué es lo nuevo que nos ofrece Del Toro? En términos sencillos: una historia de amor y fantasía.

Claro, como si no fuera suficiente que ganara el Óscar a mejor película por La Forma del Agua (2017), nos entrega un refrito del romance monstruo-humano donde la ejecución deja muchísimo que desear.

Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), más allá de los desfases del tiempo, es una novela de terror con pespuntes de ciencia ficción, un relato que tiene entre sus principales objetivos causar pavor. ¿O acaso un ser compuesto por las partes cercenadas de múltiples cadáveres no es una de las ideas más difíciles de superar en cuanto a lo macabro? Los elementos que componen a la novela van encaminados a facilitar ese pavor e intriga.

Del Toro, en un acto de particular ironía, actuando como si fuese su propio Victor Frankenstein, ha ensamblado el filme con las partes diseccionadas de la novela, pero intentando acomodarlas de forma tal de que parezca un romance. Al igual que la criatura, el resultado termina por provocar aversión.

Tan solo tendríamos que examinar cómo recurre a soluciones facilistas al inventarle un pasado trágico al protagonista, como si la curiosidad científica desmedida no fuese una motivación lo bastante sólida o la megalomanía de Victor deba responder a un trauma.

También podríamos comparar el proceso de ensamblaje de la criatura para que nos demos cuenta de los años luz en intención y espíritu que hay entre ambas obras.

Mientras en el libro el proceso de creación es sumamente vago, pues Victor no quiere que el mundo repita su error; en la película, aproximadamente la mitad de la misma está dedicada a explicarnos, con prolijas charlas pseudocientíficas, cómo crear a la criatura. Es más, tenemos escenas con una banda sonora eufórica y pastoral mientras nuestro querido Victor cose a su monstruo.

El Victor de la novela roba cadáveres en la noche y tiene su laboratorio en un sótano. Está aterrado de la amenaza física de la criatura, sí, pero sobre todo, lo asfixia el tener que guardar el secreto de su existencia a riesgo de las represalias sociales que esto acarrearía y, a un nivel más profundo, el acto mismo de la creación es visto como algo abyecto.

El Victor de la película hace presentaciones de sus zombis en escuelas de medicina, tiene su laboratorio en medio de la calle, cuenta con un mecenas millonario y ha publicado un artículo sobre el tema en la revista Lancet.

Sumémosle el intento por revestir a la trama de un sentimentalismo romántico donde el principal conflicto estaría en el de triángulo amoroso entre Elizabeth (Mia Goth), Victor (Oscar Isaac) y La Criatura (Jacob Elordi).

La parejita Elizabeth-Criatura, apenas tienen un par de interacciones muy básicas como para resultar interesante y el romance Victor-Elizabeth no llega a ningún lado.

La relación entre Victor y La Criatura termina por simplificarse de sobremanera y por la actitud que el científico asume pareciera que los problemas con su creación son de índole sentimental. Por cierto, ¿qué tiene de especial en un romance monstruo-humano cuando lo monstruoso es convencionalmente atractivo?

Hay en todo el guion una insistencia pueril en los juicios morales, una necesidad de eliminar cualquier clase de ambigüedad en una historia que se sostiene sobre la misma.

Se encasilla, con clarísimos sesgos, a La Criatura en el papel de la trágica víctima y al científico en el de abusivo tirano, cuando precisamente la gracia estaba en cómo esta visión emergía de forma orgánica con el desarrollo de la trama.

La Criatura del libro, que dista mucho de un zombi lobotomizado y se comporta más bien como un psicópata de un thriller, resultaba una figura monstruosa con la que uno podía empatizar pues encapsulaba todos los dilemas en cuanto a la creación y la paternidad que Shelley quería tratar. En la versión de Del Toro se acude a lo cursi, a lo manido.

Tal insistencia en “dar voz al monstruo” llega a momentos ridículos, como la interrupción que realiza La Criatura a la mitad del filme. Me explico: tanto la película como el libro comienzan en el Polo Norte cuando la tripulación de un barco rescatan a Victor del hielo y este relata su historia al capitán del barco.

Ahora, en la película, cuando La Criatura entra en el camarote con intenciones asesinas, el capitán “convence” al monstruo de que cuente su historia, relato que se prolonga por casi una hora: un monólogo en un barco en llamas, luego de que este ser haya asesinado a varios miembros de la tripulación, es recibido con toda la calma y atención que requiera.

¿En serio era necesario hacer esto cuando la novela ya integraba sin demasiado artificio el relato del monstruo dentro del relato de Frankenstein?

Es una declaración de intenciones demasiado endeble como para justificar que tire por la borda la verosimilitud del filme. Y así podría hablar de unos cuantos elementos más, como las escenas de acción y ese final tan lacrimógeno, que terminan por perjudicar al conjunto.

Podría parecer después de toda esta diatriba que solo soy un purista de la obra original, pero créanme que no es el caso. La literatura y el cine son medios muy diferentes; hasta la adaptación más fiel enfrentará la pérdida de cientos de matices del original. Además, Frankenstein es una de esas historias que se prestan para cientos de nuevas visiones.

Mi problema es que, aunque sus declaraciones expresen lo contrario, Guillermo Del Toro no pareciera querer adaptar Frankenstein, o al menos adaptarlo más allá de elementos superficiales.

Si sus ansias creativas iban en otras direcciones, pues adelante, que retuerza la historia y la reinterprete como quiera, que dé a luz a un relato original, refrescante y que juegue con las expectativas: su versión de Pinocho demuestra que esto se le da muy bien. Pero esta película, con toda su disonancia, lo que termina es por degradar a la obra de Shelley y arrebatar de su sello a la obra de Del Toro.


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