Latente preocupación
- Por Yanela Ruiz González
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Transcurre otro curso escolar y en no pocos centros late una preocupación: la falta de maestros. Si bien este asunto no es privativo de la provincia holguinera y existen otros territorios en peores condiciones en el país, la situación de la cobertura docente, lejos de encontrar una solución definitiva, se consolida como uno de los desafíos más complejos y persistentes para el sector educacional.
Hace más de una década el territorio viene afrontando dificultades con la disponibilidad de maestros. Salvo el curso 2019-2020 que tuvo una mejor cobertura (98,3 por ciento sin alternativas), gracias a la incorporación de más de 800 maestros, entre ellos un grupo significativo que retornó al sector motivados por el aumento salarial, en las etapas posteriores la disminución ha sido alarmante.
Si para entonces el déficit se manifestaba como una preocupación, después de la pandemia, con la inflación, la migración y todos los problemas que hostigan la vida socioeconómica del país, se ha convertido en una prioridad a resolver.
Al comparar el comportamiento de los últimos cinco años es notable la tendencia a seguir agudizándose el problema. En el curso 2024-2025 la cobertura alcanzó el 92 por ciento y la presente etapa lectiva inició con un 83,5, en estos momentos 80.1 por ciento según se informó en el reciente Consejo de Gobierno, lo que significa que hacen falta cerca de 3 mil maestros.
Existe un número significativo de aulas y salones en círculos infantiles que iniciaron el presente curso con limitaciones en este sentido, un fenómeno que, si bien presenta matices por territorios y niveles educativos, afecta globalmente la calidad del proceso de enseñanza-aprendizaje.
Pero ¿por qué no se cubren las plantillas con profesionales de la pedagogía? Las respuestas son diversas, las más recurrentes y representativas suelen apuntar a la desigual correspondencia entre los niveles de exigencia y el salario, de ahí la migración a otros sectores de la economía en la búsqueda de mejores remuneraciones y la sobrecarga docente.
Sin embargo, existe un matiz, menos visible, pero igual de determinante, que se desarrolla en el propio seno del sistema: la política de cuadros. Es una práctica que docentes con experiencia y demostradas capacidades de liderazgo son promovidos a cargos de dirección en organizaciones políticas y de masas. En un principio esto podría entenderse como un reconocimiento a la cantera formada en las aulas, pero el resultado final es contraproducente: una vez que cumplen su función en esos cargos, la inmensa mayoría no regresa a ejercer el magisterio. Se produce así una fuga sigilosa de talento pedagógico, donde la escuela no solo pierde un maestro, sino un potencial formador de nuevas generaciones de maestros.
Este éxodo se ve agravado por una crisis de relevo, en la que la familia holguinera tiene una cuota de responsabilidad. El imaginario social sobre la profesión docente se ha deteriorado. Las familias, conscientes de las poco agraciadas condiciones laborales de estos tiempos, la sobrecarga y la insuficiente retribución material, desestimulan a sus hijos a estudiar carreras pedagógicas.
El “ser maestro”, antaño una vocación socialmente enaltecida ha perdido atractivo ante otras opciones percibidas como más estables y menos demandantes. El resultado son aulas menos concurridas en las universidades formando pedagogos, un espejo de las aulas que esperan por sus maestros en las escuelas.
Ante este panorama, educación se ha visto en la imperiosa necesidad de aplicar alternativas. La más recurrente es la contratación de personal jubilado, aquellos maestros de alma que, tras una vida de entrega, responden una vez más al llamado o deciden volver para obtener otros ingresos porque sus chequeras no suplen sus necesidades básicas.
Más de 2 mil maestros jubilados retornaron a las aulas en los últimos dos años. Aunque su experiencia es un baluarte incuestionable, no puede ser la columna vertebral del sistema, como está ocurriendo en muchos claustros en la actualidad.
Junto a esto, se implementan otras alternativas como la utilización de estudiantes en formación, la redistribución interna de profesores o la contratación a especialistas de la producción y los servicios, que si bien palian la falta de maestros frente a la pizarra, no siempre garantizan la solidez académica y la continuidad requerida en el proceso educativo.
La ecuación, por tanto, es clara y difícil de resolver: se promueve a los mejores fuera de las aulas, no se incentiva a los jóvenes a llenarlas y se depende de quienes, habiendo cumplido ya, regresan por pura vocación.
Holguín necesita un plan integral que vaya más allá del diagnóstico y dignifique material y moralmente la profesión, que sea capaz de crear incentivos reales para la permanencia y el retorno, y que convierta la formación pedagógica en una prioridad real. Pero eso no depende solo del sector, sino de muchas voluntades, desde el gobierno y los factores comunitarios hasta las familias. El aula espera y el futuro de miles de niños holguineros también.