El paso descuidado de los vientos

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Foto: Del autor

Mi amiga y yo salimos del Hospital Lenin en busca de algo para comer. La tarde cayó sin avisos de almuerzo e hicimos un alto en nuestra tarea de esperar por el equipo de electrocardiogramas. Vamos al "Paso de los Vientos", le dije, pues es el merendero que más cerca queda. En ese sitio existen una serie de quioscos donde se venden todo tipo de alimentos y bebidas.

El primer quiosco estaba cerrado. En el segundo pedimos pizza, que, previamente elaboradas, permanecían bajo un nailon transparente, para luego ser recalentadas en una sandwichera. “No tenemos papelitos”, dijo la vendedora. Los papelitos cumplen la función de no quemarse las manos. Además, y creo más importante, evitan tocar el alimento con las manos. Nosotros, que veníamos del hospital, del ajetreo de las consultas y los pasillos llenos de gente, íbamos a agradecer esos papelitos. De lo contrario, un sitio donde lavarnos las manos era imprescindible. Pero ni uno ni otro. ¿Tan mal andamos que no hay ni papelitos? Busqué una hoja en la mochila y la doblamos en fragmentos. Soluciones, aquí lo que hace falta son soluciones, me dije.

Frente al cuarto quiosco, mi amiga pidió yogur y yo refresco. Le sirvieron a ella, que bebió con lentitud el líquido blanquecino. En un intento por agarrar uno de los vasos que habían dejado sucios los clientes, la dependiente lo dejó caer sobre mi camisa. El vaso se rompió. Ella, apenada, me dio algo para limpiarme y pidió disculpas. "No ha sido nada, descuide", le dije. Recogió los otros vasos y se apartó a fregarlos. Eran poquitos, cuatro o cinco al parecer, de botellas recortadas. Abrió el pomo de refresco, y con el vaso aún sudando agua del fregadero, se inclinó para servirme. Noté de inmediato restos de yogur en el envase. Le pedí que no lo sirviera, que cambiara el vaso. Ella lo hizo sin mostrar molestias.

Me alcanzó el refresco y salió del quiosco a barrer los cristales que se esparcían al frente. Imaginé que los echaría en alguna de las cajitas para basura que se acomodaban pegadas a la cerca de la Universidad de Ciencias Médicas. Barrió los cristales con torpeza. Algunos quedaron sobre la acera. Soldados muertos abandonados por quien decide la ruta de la guerra. Cristales que convertirán en polvo las suelas apresuradas de los transeúntes.

Empujó los cristales hacia la fracción de tierra. "¿Quién los recogerá?", pregunté. "¿Algún barrendero al terminar la tarde?" Ella se encogió de hombros. Y allí, a merced del tiempo, quedaron los restos del vaso en el que alguna vez saciaron la sed los cansados transeúntes, la botella de cerveza que alguien recortó con punta de diamante para ganar unos pesos.

Mi amiga bebía con lentitud el yogur y pensaba en la cola a la que volveríamos al terminar la merienda. El equipo de electrocardiograma iba y venía de las salas, siendo el mismo que se usa para atender las emergencias en el cuerpo de guardia. Había que esperar con paciencia. Ella pensaba en la cola mientras yo detenía mis ojos en los gestos de la muchacha al barrer. Miraba los demás negocios. Recordé que en el último quiosco me tomé una cerveza el día en que nació mi hija: Bucanero, mi preferida. El trato agradable de quien me atendió. Pensé en los restos de yogur en el vaso, el papelito, e imaginé que más allá de este sitio existen decenas de lugares similares, donde el descuido ha logrado posicionarse. Cucuruchos de maní, latas de refresco o envases de confituras que la gente tira al cuerpo de la ciudad como si fuera deber de otros recoger la basura que ellos generan. Luego discursan que es culpa del país, sin detenerse a pensar que el país somos todos, que el comportamiento de cada uno afecta la vida de quienes le circundan.

Cuando regresamos al hospital ya había regresado el equipo y la cola dejaba de parecer extensa. Era molesto el calor que se filtraba a través del pasillo. La gente hablaba, había ruido de camillas y útiles de metal. Afortunadamente, mi amiga no tenía ninguna complicación más allá de un descontrol en la presión arterial. Al salir, me dijo: "¿Viste? Trabajar en esas condiciones no es fácil. Creía que me iba a desmayar del calor y el ruido. Pero los médicos estaban ahí sin protestar, mostrando su mejor rostro. Esta gente marca la diferencia. Algunos allá afuera piensan que Cuba es un desastre y que nada funciona. Pero si te fijas, a pesar de toda esta locura que se vive, aquí no se ha parado nada".

Fui casi por inercia a la imagen del vaso de yogur roto y reflexioné sobre los tantos negocios donde el servicio no ha dejado de funcionar decentemente, donde las carencias no le han robado del rostro la sonrisa a la gente y la basura descansa en una cajita orillas del mostrador. Sin lugar a dudas, el país somos todos. Las imágenes que proyectemos en nuestra casa o trabajo son, indiscutiblemente, las que llevamos dentro.


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