Juntas por sabiduría

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Una parte de mi vida ha transcurrido en bibliotecas. De pequeño, la biblioteca era una segunda casa. No sé cuántos libros leí entre 1973 y 1991 pero una gran parte de ellos, los hallé en la biblioteca escolar de mi pueblo, Floro Pérez, y eso me hizo muy feliz porque llegué a la literatura por pasión, en busca de entretenimiento. Y lo hallé.

Esta biblioteca de madera y grandes ventanales era un dominio de silencio, donde las horas pasaban lentamente. Era el silencio acolchado, solemne, espeso, la mucha luz que entraba por los grandes ventanales junto con la brisa del cercano tamarindo, el olor incomparable de los libros: los recientes olían a juguete nuevo; los viejos, a galleticas dulce.

Y estaban las bibliotecarias: Teresa, Marlene, Armelinda. Ellas no eran almaceneras de libros ni guardianas, sino tesoreras y sacerdotisas. Teresa tenía una pequeña biblioteca al fondo: eran los libros para las escuelitas rurales. Allí el silencio y el aroma eran más intensos, con un verdadero aire hermético y sacramental. Las personas a las que les gustan los libros saben a qué me refiero.

Hace años aquella biblioteca no existe, pues sus fondos fueron trasladados a la escuela primaria, pero pervive el espíritu. La vieja biblioteca vive en nosotros y ha renacido en la biblioteca pública Celso Henríquez, donde la gente sigue yendo a leer y a llevar libros en préstamo. Que Floro Pérez sea un pueblo de ávidos lectores y personas que respetan la literatura se debe también a esas mujeres tenaces, las bibliotecarias. En octubre, murió Teresa González Roche, Teté, la de la biblioteca, y una parte del pasado se cerró suavemente, como un libro.

Los vientos de octubre se llevaron a otra amable dama. Aunque fue descendiente del asturiano Manuel Argudín, el hombre que trajo a San Marcos de Auras su centenaria tradición gastronómica, las butifarras, jamás la vi en el pueblo. No era íntimo, apenas un conocido leve, aunque durante años visitara mi casa una vez a la semana, en horario nocturno -tampoco teníamos la exclusividad, pues lo hacía con millones de familias-, y para nosotros, era un disimulado privilegio que ella, mujer y paisana, fuese la que más acertaba; siempre tan correcta, tan elegante, tan bien peinada, hasta el colgante de su bolígrafo era único.

Frente al televisor, mi tía Bella y yo jugábamos a acertar las respuestas, incluso aquellas que no contaban con “información visual”, y aprendimos tanto de aquel refractario y resiliente programa de televisión con su incitación subjuntiva (o quizás imperativa) a la cultura: Escriba y lea.

Azares literarios nos aproximaron y ahí la descubrí regia, también irreverente en algún cotilleo inocuo -nunca inicuo-, amabilísima y muy enterada de cuánto ocurría en su amado Holguín, del que evocaba con especial nostalgia el parque San José con sus ladrillos y campanazos parroquiales. En una ocasión, recabó información confiable acerca de un descalabro local, y al manifestarle mi asombro entre respetuoso y divertido, manifestó jocosamente: “De Holguín, yo lo sé todo”.

Aunque visitara mi casa al menos una vez a la semana durante tantos años, a María Dolores Ortiz, jamás me atreví a tratarla de “Lolín”, como hacía ese otro holguinero inolvidable, el médico y escritor José Luis Moreno del Toro, Mucho de lo que sé salió de ese útil programa televisivo, y me consta que no soy el único. Hace años, un gurú de los medios criticó acerbamente ese espacio “enciclopedista” y predijo su ruina; sin embargo, Escriba y lea sigue al aire, y del gurú pocos se acuerdan.

En este tiempo de saberes a medias, mucha escolarización y pobre educación, como opinaba la ilustre catedrática, siguen haciendo falta personas como ellas: la humilde bibliotecaria de dulce voz y la eminente “doctora nacional”, como bromeaba el poeta César López acerca de la humanísima humanista. Ambas unidas por una pasión: la inmensa sabiduría contenida en los libros.

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