En junio como en enero
- Por Rosana Rivero Ricardo
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La casa, desde afuera, parece mucho más grande. O uno lo imagina. Un lugar así, donde nació la historia, debe ser muy amplio. El selfie de rigor con la fachada de fondo. Es amarilla y azul.
Entras al espacio marcado con el número 41 de la calle Paula. La imaginación te ha traicionado. El espacio físico es pequeño. La connotación es grande. Todo está dispuesto para descubrirlo a través de objetos. Incluso, aquella trenza rubia y amarilla, recuerdo de la infancia. Es difícil imaginarlo rubio, imaginarlo niño, imaginarlo temblando –tan chiquito- de pasión por los que gimen.
A esa edad, literalmente la edad de oro, las preocupaciones de hoy son otras. Aprender de memoria unos versos que huelen a rosas blancas y se tatúan para siempre en la memoria, con melodía y todo. Disfrazarse en cada enero o mayo de algunos de los personajes del libro aquel.
Encontrar por el camino y sustraer, por justa causa, la mejor flor para el amigo sincero. Desear crecer muy rápido para marchar con una antorcha.
Por el camino, algo o alguien trastoca la admiración en obligación. Un conjunto de datos se archiva temporalmente para un examen. El hombre de carne y hueso se petrifica. Perdemos la oportunidad de reencontrarlo en tantas facetas que parecen imposible de ejecutar y comprimir en 42 años.
Era masón por influencia de su maestro Rafael María de Mendive. La esposa de este fue su primer amor platónico. Tuvo una relación difícil con su padre, hasta planear arrancarse la vida. Comprendió que no sabía odiar y aceptó el papá que tuvo.
El paso por el presidio le arrebató la salud. Varios de sus órganos enfermaron. Pintó y sus dibujos lo llevaron a matricular en la Academia de Pintura y Dibujo San Alejandro. Era políglota. Escribía en español, inglés y francés. Leía en alemán. Estudió griego y latín. Fue traductor, maestro y periodista, profesiones que ejerció por amor y sustento. Dedicó el poemario Ismaelillo a su hijo y “Los zapaticos de rosa” a María Mantilla.
Solo vivió poco más de 16 años en Cuba. Dicen, por las inferencias que se hacen de sus notas en el diario, que se afeitó el bigote por cuestiones de seguridad, antes de regresar a la Isla en marzo de 1895.
El sudario que lo cubrió tras su primera exhumación se conserva en el Museo La Periquera de la ciudad de Holguín. Es holguinero el escultor del Mausoleo donde descansa en Santa Ifigenia: Mario Santi.
Vuelve enero y con él el recuerdo de la fachada amarilla y azul. Entre el estribillo de La Guantanamera se cantan los versos del hombre sincero. El jardinero de la rosa blanca recibe muchas flores hoy, 28 de enero. Si nos atrevemos a cavar en su “mina sin acabamiento”, como lo calificó Gabriela Mistral, recibiremos, cual diamante, su ejemplo.