Plus de salvación

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Y llegó el día que tanto habíamos esperado. Como cerrando un ciclo natural de caos y orden. Habían pasado siete meses desde la infección, la enfermedad, la convalecencia. Las secuelas se han ido apagando poco a poco, la taquicardia apenas aparece y uno duda respecto a los dolores del cuerpo, que pudieran ser provocados por el sedentarismo que imponen la profesión, el aislamiento cuando se respetan las reglas o la escasez de vitaminas en la dieta.


Lo que ha pasado en estos meses parece el argumento de una truculenta teleserie, de las que se copian en los puntos correspondientes y versan sobre extrañas epidemias, durante las cuales las personas hacen todo lo posible por contagiarse, con su comportamiento. Solo que esta que estamos viviendo proviene de un “paquete” real.


Es difícil que, a estas alturas de la pandemia, alguien no haya sufrido en carne propia o ajena sus efectos, traducidos en plaga, pérdida, duelo, claustrofobia, escasez o el disparo vertiginoso del costo de los productos y artículos. Y como suele ocurrir ante las crisis de cualquier índole, las reacciones han sido diversas: unos siguen las reglas y cooperan; otros, las ignoran olímpicamente.


Ahí está el saldo, muchas veces sin un sentido de responsabilidad ante la trasmisión del SARS-CoV-2. Y donde uno esperaría hallar flagelación culposa o al menos tristeza, sorprende la descarnada falta de compasión: me fui de farra, traje infección a casa, mi abuelo falleció a consecuencia; por tanto, la culpa es de Salud Pública.


No quiero tapar el sol con un dedo pero al igual que las “fallas del sistema” y su colapso ante el ascenso indetenible de los números, la irresponsabilidad colectiva tiene mucho que ver con la situación horrible que hemos vivido durante los últimos meses.


También han sido diversos los modos en que la gente ha reaccionado ante la crisis: unos uniéndose y ayudando, al estilo del filantrópico Garaje blanco, que recibe y distribuye donaciones a particulares o las cooperativas que dotan a los centros de salud o aislamiento con comida o enseres. Y los que lucran a costa del dolor porque, a fin de cuenta, el hombre es el lobo del hombre, como reza la famosa frase en latín.


En medio del temporal, se ha logrado que los propios permanezcan protegidos, que las alarmas disparadas en la familia hayan sido falsas alarmas, que la tía abuela sobreviviera a la enfermedad a pesar de las muchas comorbilidades, que uno tras otro de mis parientes se hayan ido beneficiando con la llegada de las vacunas y, así, hemos ido contando sucesivamente las tres dosis salvadoras de mis padres, tías, primos, sobrinos, mi nonagenaria abuela, y hasta el más pequeño ha recibido sin llanto su Soberana. Todos sin reacciones adversas y todavía siguiendo las reglas, precavidos.


Hasta que llegó el día, tres veces avisado: por una de las doctoras que me atendió durante la enfermedad, por la médica de la familia y la pesquisadora: el 30 de septiembre al amanecer, en el vacunatorio de la secundaria Alberto Sosa, de Pueblo Nuevo, era la cita.


Llegamos temprano, pasamos en el primer grupo, en el que los adultos e incluso los ancianos fueron mayoría, una multitud diversa y esperanzada. La espera de casi tres horas no contó. Las anécdotas del día, irrelevantes. Imposible disimular la euforia. Con un lapso protector de dos meses, las personas que tuvimos PCR positivo hasta el 25 de julio, fuimos vacunadas.


Ahí están las fotografías: del grupo que integré, de la joven que me midió la presión, de la que realizó la entrevista reglamentaria buscando alergias y enfermedades crónicas, de la que llenó la última planilla, la tercera, antes de que la enfermera desconocida clavara en mi hombro una aguja invisible: esa foto está llena de una luz que todavía me conmueve. La espera breve, una hora apenas. La chica a cargo de la sala de observación dijo mi nombre: “¿Se siente alguna cosa? ¿No? Ya puede irse”.


Y me vine a casa terriblemente iluminado.

 

 


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